28.9.09

Capítulo 19:La operación


No, no es sed. No es verdadera necesidad de saciar su boca con agua fresca lo que lo ha llevado hasta la cocina. Es más bien el mecánico intento de disolver ese nudo de tensión que atenaza desde hace unas cuantas horas su garganta. Se apresta ha extraer un vaso de lo que ha quedado de la alacena. Con la vista fija ve fluir el agua desde el pico de la canilla hasta el cuenco de cemento que oficia de bacha. La pequeña columna de agua que por momentos, debido a la prolija fuerza con que cae parece convertida en un transparente material sólido donde Eros podría si quisiera aferrarse como a un trozo de caño, sostenerse como de una manija y sentir que lentamente el piso deja de zozobrar como siente está zozobrando bajo ese cuerpo cargado de tensión que no es otra cosa que su propio y latiente cuerpo.
Uno, dos vasos de agua, servidos de la canilla dentro de un durax marrón lleno de sarro. Eros contempla el fondo blanquecino que de a poco se va disolviendo con el agua nueva y piensa que el agua que contuvo durante mucho tiempo, abandonada a su suerte en ese rincón de la mesada, se ha lentamente evaporado, fugado, desaparecido dejando su estela mineral, blanca y salitrosa adherida en el fondo. Señal de que alguna vez existió algo orgánico dentro. Las mismas señales de que hubo algo vivo, esta vez de personas de compañeros escondidos con su familia con sus pequeños hijos, que Eros percibe y desentraña con aires inconcientemente detectivescos en las paredes, en sus garabatos coloridos e infantiles que se despliegan en todo el contorno de la habitación a medio metro del piso, en el doble fondo de los escasos muebles y en el embute vacío detrás de la alacena, que seguramente supo guardar, las armas para la revolución, las mismas, tal vez, -y piensa que esta vez con más suerte- que el a escasos metros ha preparado con esmero y sigue preparando para la acción. El último trago no llega a desintegrar del todo el cerrojo de sequedad , la obstrucción molesta y de malhadada persistencia que oblitera la cavidad superior de su garganta. Apenas si lo anima a detener un poco el proceso de ansiedad que con el paso de un animal desaforado e inquieto ha invadido, -tomándolo de a poco con el ritmo implacable de una funesta enfermedad-, todo su cuerpo. A cuenta de la paranoia que lo persigue desde hace años, encamina sus pasos hacia la ventana. Esa obstinación incesante de sentirse acorralado de intuir y proyectar al enemigo hasta en la sopa y que de hecho le a hecho crecer ojos hasta en la nuca es algo que ya siente como algo imprescindible, como el dispositivo humano que el mismo a creado a lo largo de su cuerpo convirtiendose en una señal de alerta que lo advirtiera de todo el abanico de peligros a los que vive expuesto. Otea sin buscar nada en particular, por el solo oficio de hombre perseguido, por las celosías de la ventana, un movimiento mecánico al que se ha acostumbrado desde hace un tiempo. Por la breve ranura de la celosía percibe la luz gris y fría de la tarde. Solo queda atrapado en el fondo de su visión un recorte sesgado de los árboles y de los muros que componen las casas y edificios del barrio como una fragmento de cinta cinematográfica amateur. La voz aguda , anónima y lejana de un niño, -y a esta altura de los acontecimientos deberíamos agregarle y resaltar el calificativo de inofensiva puesto que todo en este mundo se a tornado amenazante- llamando a un amigo o a un hermano; y el sonido, si, ese sí, siempre amenazante chillido de los neumáticos de los autos rodando por el empedrado. Cree que es el momento indicado para volver a revisar las armas, no se contenta con haberse pasado la noche, aceitando resortes, empavonando tambores, comprobando, una y otra vez, mientras abria y cerraba la recámara de las balas, que todo está en su sitio. Abre el maletín donde se hallan las pistolas, después las desenvuelve de los paños de franela amarilla que las recubren y empuñándola la expone a la única luz que se filtra por la claraboya de la cocina .Quisiera ver a través de ese trozo moldeado de acero, quisiera constatar que todo su diseño interior también se halla en perfectas condiciones que todas la piezas están ubicadas en su lugar, todo saldrá como lo ha pensado en este largo tiempo, todo el circulo se cerrará una vez que oprima el gatillo de alguna de las pistolas, una, dos , tres, cuatro veces, no lo sabe, no sabe aún cuantas balas necesitará, supone que no demasiadas, para acabar con el marino. Imagina ese momento, -lo ha imaginado innumerables veces desde que le han comunicado su misión- le apunta y le dispara, lo ve caer, ve como se arquea primero para atrás y luego vuelve hacía adelante, hasta doblarse en dos y caer en el asfalto, allí también le efectúa varios disparos para asegurarse, que no ha fallado, después pisará el acelerador y se perderá, fugitivo y triunfante, en el final de la calle. Toma agua, vuelve a intentar que su garganta se abra, sentir que el nerviosismo se disipa, al menos por un momento, de su cuerpo, aunque sabe que es precisamente ese hormigueo tensionado en el bajo vientre, esas palpitaciones y esos ríos de sudor que se descuelgan cada vez con más intensidad desde sus axilas, lo que le hace saber que esta vivo, que esta entero, con los reflejos y el mapa vital activados para hallarse, como es debido, a la altura de las circunstancias que lo apremian, en definitiva, que está en condiciones de llevar a cabo con éxito su esperada misión. Deberá matar a ese hombre sea como sea. No puede fallar, se vuelve a juramentar por enésima vez en pocos minutos. No debe ni puede detener el entramado de operaciones conjuntas que una inteligencia táctica lejana y por algún motivo superior ha prediseñado en su laboratorio bélico instalado en algún lugar secreto del viejo continente. Un solo error de su parte echaría por la borda millones de segundos lúcidos invertidos en generar la contraofensiva.
Después de un largo cavilar Eros piensa que, después de todo, es un hombre afortunado. Mirando la punta de sus zapatos, el brillo un poco gastado de esos mocasines negros con suela acanalada que el mismo a decidido ponerse y que ha escogido de entre otros dos pares que ha encontrado en su casa porque supone son los que tienen más agarre al suelo y los que le otorgaran más estabilidad a sus pasos- Eros, piensa que ha tenido suerte, la enorme suerte de no hacer pesar en su conciencia la culpa, al menos no como un trance de complejo dolor existencial, de duda e inhibición total para ejecutar las acciones que solicita la revolución como le ha sucedido, en varias ocasiones, a varios de sus compañeros del entorno más cercano. La interminable culpa provocada por el hecho de matar por propia mano a otra persona, ese mandamiento impuesto por la voz férrea e inclaudicable del mismísimo Dios relegado en pos de un sueño colectivista, que la intensa formación religiosa en la que se han forjado, ha interpuesto como una basura molesta en el ojo y que tanto tiempo, demasiado piensa Eros, demasiado hasta que los lideres, con una astuta exégesis jugada y resueltamente comprometida, haciendo coincidir, trazando habilidosas analogías de un buen número de citas bíblicas con los manifiestos fundacionales de la organización, han logrado resolver.
En él, exento por completo, de la culpa dictaminada por la palabra de Dios, solo va a quedar el reflujo de una ligera molestia en sus músculos, que se tensionaran y destensionarán, en la vigilia tanto como en el sueño, haciendolo moverse en su cama por unas noches, un resto de violencia meramente humana azotandolo por unos días, la vibración------ y ------------ que el poder que otorga el hecho de matar y que se instala - desprovisto de antídotos rápidos- en buena parte del cuerpo, cuando el que la lleva a cabo es un alma sensible, claro y no un ogro o un verdugo de piel inconmovible. Otra muesca rabiosa que se anotará en su sangre, sumando, en una contabilidad luctuosa y -------- una muerte más y un par de noches de pesadillas con muertos vivos incluidos en el elenco que ya sabe, de alguna manera,-como un avatar más que le impuso la labor revolucionaria- el modo de controlar, puesto que ya ha sufrido la ocasión de experimentarla y porque sabe que bajo la insignia de los grandes ideales, que bajo su manto sagrado de promoción de la justicia y la igualdad, caben todas la culpas y todos los excesos, toda las culpas de exoneran con rapidez.
A preferido, realizar la misión a solas, así se lo a comunicado a parte de la conducción que aún permanece en el país y que actúa como nexo coordinante entre la cúpula dirigencial y ellos, los últimos camboyanos, podría definirse Eros en un arrebato de ironía, aunque no exenta esta del garboso plumaje de fuego de los que apetecen, sin regatear por nada algo por debajo,las instancias indescriptibles de la gloria. Preferiría no involucrar a nadie más en esta jugada, a la que ha calificado sino de sencilla, si de simple, apta para ser satisfecha con sus solas capacidades- pero por ahora, Eros no tiene la autonomía necesaria para decidir nada, y antes de llegar a ese punto en Libertador, a esa intersección de calles donde deberá esperar por su objetivo tendrá que pasar a recoger al compañero que le han asignado, alguien que como él ha regresado hace poco al país desde algún punto geografico distante de la escena local como México, Italia o vaya a saber donde y que como él ha sido asignado a una de las tareas de desestabilización de la dictadura que ya ha cumplido o deberá cumplir en breve-
Allí lo está esperando, a la hora señalada, junto a la base enorme de aquel palo borracho tachonado de espinas. En un segundo, con un movimiento rápido de su cuerpo, está dentro del auto. La contraseña es clara y no existen dudas de que es el hombre a quien debía recoger. El muchacho se presenta como Luis a secas, tiene el rostro como picado de viruela y sus ojos negros denotan cierta sagacidad pero también responden a un alto grado de hundimiento de sus zonas emotivas, le dice que lleva con él un par de larga vistas, que supone será de gran utilidad para lograr el objetivo. Eros duda si tal adminículo pueda ayudarlos en algo. No dice nada, pero prevé que no será para nada conveniente su utilización. Las distancias en las que desarrollarán la tarea son cortas, veinte, cuarenta, ochenta metros a lo sumo y piensa que, a esa hora por Libertador, alguien con tan ostensible aparato aplicado sobre los ojos, podría hacer fracasar en cualquier momento la operación. Señalándole la guantera, dice que lo guarde, que por ahora no lo van a necesitar, solo le pide que tome el control del volante y que una vez terminada la opereta gire en la primer bocacalle hacia la izquierda y tome a toda velocidad por el Bajo.
Desde hace unos minutos están estacionados frente al domicilio particular del capitán de navío. Si todo sale como han previsto los estudios realizados con antelación por los compañeros más avezados en estas cuestiones de logística e inteligencia, el hombre debería salir en un breve lapso de tiempo, a más tardar quince minutos, por la puerta principal del edificio en el que están concentrando todas sus energías mentales y físicas, debería transponer las columnas revestidas en mármol que sostienen el frente y echarse a andar a paso firme y despreocupado por la vereda hasta llegar a la confitería de la esquina, donde religiosamente todos los días bebe, con la sola compañía del barman, sus tres whiskeys antes de retornar de nuevo a su casa para cenar y luego salir para la Escuela de Mecánica a dirigir la sesiones de tortura que, según dicen, tanto disfruta.
Cuando el capitán asomó su cabeza por la puerta, Eros se contuvo, reprimió en pocos segundos la fuerza que se apoderó de el y que le indicaba acribillarlo, ahí en ese mismo instante. Estuvo a punto de dispararle a quemarropa, descargarle impulsiva y ensañadamente toda la munición sobre la silueta de su cabeza marcada por la mira de su pistola, apuntó sosteniendo su pistola con brazo firme y seguro mientras sentía la respiración agitada de Luis detrás suyo, pero la peligrosa proximidad del portero del edificio, un anciano menudo y calvo, que gesticulaba en forma ostentosa le hizo abortar el intento y esperar un instante más, Eros no quiso, no se permitió que el pobre portero quede expuesto a la posibilidad de impacto de alguna de sus balas.
Sin bajar el brazo un instante sigue a ese hombre por la línea imaginaria que traza con su mira, lo tiene allí, ahora sí, nada ni nadie va impedir que lo fusile, que sin la menor compasión ni el más mínimo miramiento le abra la cabeza como un melón con solo oprimir el gatillo, mentiríamos, si dijésemos que no hay, que no existe una verdadera especie de deleite oscuro en esa víspera, en esas exhalaciones fogosas de su respiración que tanto se parecen a las que emite cuando está en la intimidad con una mujer, no tiene tiempo en preocuparse y analizar esa relación erótica que le esta transmitiendo la proximidad de la muerte , puesto que su mente está enteramente ocupada en que su ojo trace esa línea perfecta sobre la mira y se pose sobre el cuerpo del cerdo, que en unos segundos ira a pasear por los limbos extraordinarios que suponen los ilusos y los estrambóticos, se esconden tras el frágil cortinado de la muerte. Hay un segundo en donde todo cambia, ese segundo que Eros ha invertido en asegurar su primer disparo. No es vacilación sino deseos de precisión, unas ganas inmensas de no fallar, y sobre todo, como si en eso le fuera verdaderamente la vida, de trasladar a cada una de las balas que escupirá con violencia y dedicado afán de dañar todo ese ímpetu de odio que lo embarga, ahí, -en ese segundo porque no insume mas tiempo que eso, en esa fracción de tiempo casi incontable y plenamente desafortunada- el señor de traje, el oficinista que pervivirá en su memoria como una carga maldita por el resto de su vida, se levanta del asiento de su auto que ha estacionado junto a la vereda interponiendo su cuerpo en el camino de la bala, ve la nuca del señor de traje empaparse de sangre y desaparecer contra el piso. Hay una gran oscilación de su brújula de sangre, de desatado descontrol en todo Eros. Ahora dispara directamente al bulto, sin medida, con el solo instinto caliente de la aproximación, enceguecido y jugado al solo azar de la dirección cada vez más errantes de sus balas. Sigue disparando su .38 desquiciado, intentando que esa cosa azul, cada vez más borrosa a sus ojos caiga contra el asfalto como lo ha hecho el pobre tipo en el piso. Todo se ha complicado sobremanera, el bulto azul que ya debería estar muerto no solo esta vivo sino que, -extrayendo un arma por debajo de su gabán- responde con balas, hace fuego criteriosamente contra su auto y una balacera indiscriminada cubre esa zona de la avenida. Luis no arranca el auto, no puede porque una de las balas del capitán, y que por lo visto y sin que Eros se percate a pasado a milímetros de su propio rostro, a atravesado su cuello, ha muerto instantáneamente sin emitir el más mínimo sonido. Abre la puerta y corre, mientras distribuye sus últimos disparos casi al azar, el Capitán se ha guarecido en el porche de uno de los edificios vecinos y ya no queda nada más que escapar, de correr, de salvar la vida. Sin embargo el fracaso que se comienza a instalar en todo su cuerpo no recibiría con dolor alguna que otra esquirla, algo mortalmente sólido que lo elimine que de una buena vez lo desintegre. Sigue corriendo, ahora con el rostro del capitán vivamente en su mente, el verdadero rostro del capitán ese que por un momento se soltó con nitidez asombrosa y espeluznante de ese bulto azul y lo miró fijo mientras se disparaban mutuamente , con restos de azoramiento pero también aceptando con fiereza el duelo a que lo habían instado.
Nadie se lo a comunicado, digamos, oficialmente, pero Eros empieza a caer en la cuenta, mientras deambula como un ente por las inmediaciones de una zona donde hasta el ladrido de un perro puede transformarse en algo de máximo peligro, que todo ha terminado, que la avanzada de la organización hubo proyectado sobre el gobierno militar a llegado a su fin casi sin poder comenzarse a desarrollare como todos tenian previsto. La posición desubicada en la que ha quedado expuesto se lo expone sin prerrogativa alguna como símbolo extraoficial de una derrota consumada. En el fracaso de su acción ve miles de derrotas.
Lo esperan días terribles subiendo y bajando de colectivos sin poder pisar la ciudad, temiendo que a cada instante vengan por él, luchando no solo con estás increíbles bestias ocultas sino con el peor de sus enemigos , él mismo. Cinco días abordando y descendiendo de los ómnibus, alimentándose, con turrones y garrapiñadas que algún vendedor ambulante a ofrecido dentro del mismo. Mirando una ciudad esquiva, un ciudad que ya sabe lejos, como una mujer que se le escapa de los brazos con gesto de desdén o mejor dicho, puesto que es mucho más crudo que esto último del modo de una madre que echa a patadas a su hijo de la casa.

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