29.6.09

Capítulo 2: Hora de cenar; amigo



Hace unos minutos que se encuentra solo ante los despachos principales del Hogar, antes estas modernas oficinas que huelen a sándalo y a melón sintetizados. La melodía de una música insulsa surge del seno de ese ámbito como si fuera la marcha integral de un centro de profilaxis humana.
Nada más pesado para Eros.
Le cuesta digerir como a nadie en el mundo, todo ese mundo de fantasías de paz y bienestar. Aunque a decir verdad últimamente todas esas texturas impersonales, despojadas de la vibración medular de toda condición subjetiva que se precie de tal, hacen posible el ocultamiento al que él -en definitiva- quiere llegar.
La rubia, que ahora sabe -ella misma se lo ha dicho después de besarlo en la mejilla- se llama Lila, lo ha acercado hasta una especie de escritorio.
De uno de sus cajones saca unas carpetas de lomos rosados con el logo del lugar . Una s y una c de estilo gótico entrelazadas y de un brillante color verde. Debe firmar el ingreso al lugar, eso le dice. La voz elaborada de Lila, justa para la ocasión.
Con un elegante juego de cadera trata de alcanzar el teclado de la computadora que se encuentra del otro lado del escritorio.
Extrema un poco más la torsión de su cuerpo para también poder alcanzar a visualizar bien el monitor, haciendo que sus muslos, cadera, vientre y pechos se adhieran con mucha presión sobre su ropa y todas las zonas elastizadas de su prendas interiores se manifiesten en la superficie.
Eros apenas lo nota.
Con la carpeta en la mano, apoyada apenas sobre uno de los apoya brazos de la silla del Hospital mira las pequeñas cruces celestes trazadas por Lila, los lugares precisos donde le ha indicado trace sus firmas, su ingreso al Hogar.
El pulso de Eros se apresta a firmar. Una larga “e” mayúscula es seguida de un extenso caminito de hormigas que parecen difuminar lo que sería su apellido. Firma una, dos, tres veces sin mirar nada de lo que está escrito como si el tono burocrático de los textos lo espantara.
Lila recoge la carpeta de sus manos , le dirige una sonrisa y le dice que en breve conocerá a sus compañeros en el Hogar.

Cualquiera mentiría si diría que Eros tiene algún tipo de expectativas con respecto a ello. A su edad la decisión de internarse en el Hogar no está guiada por la esperanza de encontrar algún tipo de compañía para los últimos años de su vida, alguna anciana que oficie de madre, de hermana, de esposa que responda a su requerimiento afectivo, a algún amigo quizá, a alguien -en definitiva- que oficie como recepción de sus últimos escarceos vitales y le quite un poco de peso al spring final de la soledad, a su vida encaminada ya sin vueltas sobre el incontrolable y luctuoso carril de la (cof ! , cof!) , de la muerte.
La intención medular de Eros al decidir instalarse en el Sainte Claire es un poco esconderse del mundo, emboscarse, ocultarse, ocultar sobre todo la corrupción de su cuerpo anciano, no por ningún tipo de prurito estético, tiene bien asumido su aspecto, surcado como está por innumerables arrugas y gerodermas, el pelo escaso y blanco, y todo el infinito andamiaje de tendones vencidos, cansancios crónicos, olores y pústulas que conforman la figura ortodoxa de un viejo. No es eso lo que lo haría ocultarse, volverse invisible si pudiera, sino más bien como si presa de una ética primitiva y animal, no pudiera soportar la pasividad de su cuerpo, la imposibilidad de ciertos avatares físicos que Eros cree indispensables para la vida de un hombre. De allí su oscura esperanza de volverse sombra anónima en el Sainte Claire, de camuflar su impotencia del modo de un viejo león que al ver perder su instinto carnicero , su soberbia, su imperancia omnívora sobre todo lo que lo rodea, se alejara del centro de la selva para perderse en sus adyacencias, en sus lejanos y umbríos límites.
Así se dispone Eros a esperar el destino hasta ahora irrevocable de todo ser humano.
Visto de otro modo pero con las mismas consecuencias, el enorme caos lumínico del mundo hacia que su cuerpo casi apagado por completo, sin más, lo avergüence. No quería soportar más su suma de vértigos, la velocidad de su naturaleza cada vez más precisa y peligrosa. Eros tenía la idea, (¿La había tenido también en su juventud?) de que el planeta estaba avanzando, aunque los apocalípticos dijeran lo contrario, hacía una especie de auto depuración y en esa marcha incesante donde todo lo imperfecto y débil iría quedando atrás su cuerpo estaba invalidado para competir por la más mínima subsistencia. Así que a arrojar sus huesos a un lugar oscuro. Que nadie sea testigo de sus últimos estertores. O que apenas los que conformando un pequeño marco aséptico y anónimo en el hogar Sainte Claire sean los únicos y circunstanciales compañeros del ocaso.
Lila se despide y lo deja en manos de una enfermera que casi sin mirarlo lo encamina por un amplio pasillo, empujando de su silla.
Hacia los costados el juego de calidoscopio que traza la luz al entrar en contacto con los vitrales de las paredes del pasillos. Todo parece diseñado para una muerte feliz, libre de toda sordidez, al menos en su ámbito exterior. La fiesta de la muerte en el Hogar Sainte Claire- se dice Eros.
Los resplandores verdes, amarillos y rojos hieren un poco sus ojos. Tiene que poner su mano derecha sobre sus cejas para apagar un poco el fulgor de las refracciones solares que al desplazarse por entre medio de los modernos vitrales adquieren una densidad deletérea no apta para estos últimos años de Eros.
Al fin llegan a una abertura con arcada donde a través de ella, por primera vez, divisa al contingente humano que reside en Sainte Claire. No llega a percibir rostros todavía, apenas distingue unos sillones contra la pared donde están sentadas varias personas.
Tres sillones rojos. El primero bajo un enorme cuadro que no alcanza a ver bien. El segundo cerca de la ventana que da a un patio supone y el último paralelo a una pared diagonal que parece habilitar la entrada a otro espacio. Se da cuenta que el lugar es un hexágono. Una celda de abejas prefiere llamarlo. Esencias florales y frutales inundan el lugar si no supiera que forman parte de un artificio químico disparado desde un aerosol cada cinco minutos, tal vez ,piensa, llegaría a disfrutarlo. Pero solo le provocan un leve escozor en la nariz.
La enfermera termina de empujar la silla de Eros para dejarlo en el lugar que le corresponde y ni bien detiene la marcha, hace una presentación de las llamadas verdaderamente de rigor.
Eros se da cuenta que nadie repara en él con algo de interés y esa sensación a la vez le brinda desolación y alivio.
Que la voz que ha emitido la enfermera, la que luego de la breve presentación a casi corrido por una de las puertas que se abre en uno de los lados del hexágono, se ha extraviado en el aire perfumado del lugar sin llevar a destino humano alguno.
O sea que ha quedado plantado en ese sitio.
Alamo apolillado.
Fresno decadente.
Rodeado de extraños.
De viejos como él.
Todos plantados allí conforman un bosque lúgubre.
Da por descontado que todos ellos esperan exactamente lo mismo que él.
Pese a la timidez, es capaz de mirarlos de frente.
También sin saludar los observa como si de naturalezas muertas se tratara. Eso piensa Eros y le parece que nunca podría ser tan acertada una comparación.
Debajo del cuadro, ahora lo ve bien, una reproducción de Degas ,la que dentro de poco será conocida como la madre de Tardelli, una mujer menuda de la que se destacan, sobre todo, unos hombros huesudos levantándole el sueter y unos ojos viscosos como derretidos o escalfados en el producto de un lagrimear continuo y espeso . Hay cierta armonía en la disposición de su cuerpo en el sillón, con la tristeza por la que parece estar atravesada. Sus ojos nublados, grisáceos, hondos hasta tomar el carácter de lo abismal parecen dos pequeños frutos en inacabable descomposición.
Al lado de la madre de Tardelli, dos señoras. Presas de una patológica abstracción, balancean sus cuerpos levemente hacía adelante y atrás, pese a esto parece que intentan comunicarse con Eros, pero no se deciden, vacilan enredadas en un enmarañado chaleco químico.
No impresionarse por lo que está viendo es una tarea casi imposible. Al menos si no decide salir de allí pronto e irse a otro lugar. No se anima a seguir observando a sus siguientes compañeros. Tantea el bolsillo de su camisa y toca el rectángulo de papel de su atado de cigarrillos y un poco más al costado el encendedor de metal. Siente ganas de fumar, pero enseguida intuye que en ese lugar no lo van a dejar, que no va a ser posible, que en algún momento aparecerá por alguna de la puertas alguna de las enfermeras para reprenderlo y hacer que apague su cigarrillo. No le parece bien que esto ocurra entre las enfermeras y él, por lo que, manipulando como puede su silla se dirige a una de las puertas de donde surgen algunas voces y pregunta donde se puede fumar.
Dirige su silla hacia la puerta del patio.
El lugar donde le han dicho se puede fumar.
Se activa un censor y las puertas se abren.
La visión del patio o del jardín, esa presentación abrupta y casi mágica de un esplendoroso paraíso artificial construido a fuerza de variados matices de verdes y de piedras escalonadas unas sobre otras, hace que se suspenda o se mitigue por unos escasos segundos el cúmulo de angustia que se viene depositando en el interior de su pecho desde que la enfermera con desdeñosa actitud lo depositó en el hall hexagonal.
Las radiaciones húmedas de un profundo verde inglés se apoderan de un momento a otro de todos sus sentidos.
Se ha olvidado que llegó allí para fumar, para por medio de sorber y expedir humo por su boca se vaya o se cree la ilusión de que se suspenda hasta que de la última pitada el cuadro de horror seco con que lo ha invadido la realidad del Hogar Sainte Claire.
Su cigarrillo pende de sus labios sin todavía estar encendido.
Se deja llevar por entre los senderos del jardín unos impecables caminitos de asfalto cercados por setos podados con precisión matemática que darían la sensación, dada tal perfección, que hasta podrían poseer algunos atributos lógicos.
Nunca pensó que el Hogar podría tener un espacio verde tan amplio.
Ahora sí un verdadero bosque que un espacio nebuloso de su mente lo lleva al recuerdo del patio de un castillo en Luxemburgo o en Bélgica.
En la multiplicidad de sus especies vegetales, en la infinita gama de verdes que desde variadas alturas y desde diversos puntos de perspectiva, como si esto formara parte de una escenografía cinematográfica, lo abren a una sensación de exuberante infinito paradójicamente palpable, y ese espacio se convierte en el lugar donde, templada su creciente angustia, ha extraviado por unos segundos, solo por unos segundos, un dolor afilado y persistente, un sentimiento agónico que desde que ha pisado el Hogar, y con una creciente desesperación pareciera querer llevarlo a instancias de un grito.
Se dirige por uno de los senderos hasta que siente que se quiebra el hechizo y vuelve otra vez a sentir el peso del mundo oprimirlo hasta aplastarlo.
Un hombre aparece desde una curva de setos.
Viene haciendo rodar con bastante agilidad su silla ortopédica. Al pasar junto a él le dice: “Vamos es la hora de cenar, amigo”.

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