24.7.09

Capítulo 4: Tardelli y Barcelona


Algo, una breve humorada surgida de alguno de ellos ha encendido el fuego de una candorosa hilarancia que comparten de modo distendido y jovial. Sus carcajadas suenan y se corresponden con sus fisonomías. Oscura y sincopada, como si golpeara dos maderas, la de Adolfo; interior y con un dejo de languidez existencial, la de Eros; Nitti ríe de forma casi indescriptible, moviendo compulsivamente sus anteojos de arriba hacia abajo con su mano derecha y emitiendo desde el interior de sus pulmones un sonido aéreo de pájaro. Los otros viejos habitantes de Sainte Claire parecen presas de un sopor que los mantiene inmunes a toda manifestación exterior, sus mínimos movimientos hacen, que por momentos se vuelvan imperceptibles, desaparezcan de la escena fundiéndose con el tapizado multicolor de los sillones donde están sentados; y que sean en su conjunto un ente inabordable, para cualquiera que quiera hacerlos salir de su órbita, debido esto a la pasividad e indiferencia con que han decidido subsumir su existencia.
Solo ellos tres parecen ser los habitantes del hall hexagonal del Sainte Claire.
Solo ellos tres emanan ahora un soplo de vida entre tanta vegetación humana. Los tres, a un mismo tiempo, regresan del epicentro de la risa, se recogen con sus propias redes de su exultancia extrovertida y se vuelven a reintegrar al ámbito opaco del lugar, a caer en un lento letargo, que supone con certeza Eros y que todavía no se lo ha comentado a Adolfo ni a Nitti, seguramente tendrá que ver con alguna especie de alineación emocional que se insta desde su interior para con el resto, como si en su movilidad vital pecaran de algarabía y de un momento a otro debieran calmarse y viajar el mismo viaje de la muerte en que se encuentra el resto del grupo, borrando con esto el cúmulo de culpa que los punza un poco al verse en otra dimensión de la muerte, un modo menos resignado diríamos de enfrentar a la Vieja Cosechera. En fin, otra forma de aproximarse -con los zapatos lustrados en este caso- al irrevocable final.
Todavía persisten en el interior de Eros sedimentos efervescentes de risa. No lo transmite pero intermitentes efusiones todavía resuenan en él. Sabe que el motivo, que ha desenfrenado estas migajas de humor es menos la pequeña anécdota, la excusa que poco a poco fue insuflándolos de convulsionadas carcajadas, el pequeño error que el mismo ha cometido – llamarlo por tercera vez en el día Teodoro, a Nitti, alterandose los enlaces de su memoria hasta confundirse con el nombre de un viejo árbitro de fútbol-, que el festejo casi desbordante de los tres al verse unidos, fuertemente consolidados como un grupo humano y que aunque nadie haya pronunciado palabras de mosquetero saben de alguna forma que en lo que reste de este mundo, después de un pacto o una alianza que no necesitó nada más que encontrarse, se protegerán mutuamente.
Tanto Adolfo como Eros han quedado exhaustos y felices, en la intimidad del cono de silencio que se fue estructurando a su alrededor luego de esa invitación a exteriorisarce que mutuamente se han sugerido. Ahora son dos personas sin edad burilados con el golpe de un maestro al que las formas se le fueron escapando lentamente hasta perder la noción de cuerpo y espíritu creando de esta manera un híbrido singular desprovisto de referencias inmediatas. Pero igual, semejantes sus espectros, ha dos niños perdidos en las compuertas del cielo dadá del juego y la conversación, similares a espesas criaturas diviertiénsdose en el lodo fresco de esa música transparente y esperando, al emerger de ello, con un ojo avizor siempre alerta, encontrarse en la grata compañía del otro.

Una vez perimetradros dentro de una realidad más reconocible. Adolfo no baja en ningún momento la vista del reloj de pared instalado a pocos metros de su silla. Sus ojos se achinan buscando la posición de las agujas del reloj. Esto es lo que nota Eros en los últimos minutos, en el manto de silencio que a sucedió el estruendo de sus carcajadas. Nitti, recogiendo las carpetas que guarda bajo su silla, ha vuelto con entusiasmo a sus dibujos, a retocar con el lápiz recién afilado por Adolfo las figuras de las estatuas de piedra que habitan en el parque, figuras en las que viene trabajando desde hace algunos días.
Ahora, Adolfo alterna, la mirada en el reloj con la observación de la señora Tardelli, aquella señora de los ojos como frutos en descomposición, sin decir nada, recorre esos dos puntos para terminar en la puerta de entrada al hall.
Cierta ansiedad que se hace cada vez más notoria en el rostro de Adolfo hace que el recorrido de sus ojos sea cada vez más rápido, más evidente para Eros que desde ya se ha dado cuenta que Adolfo está a la espera algo que él desconoce por ahora.
-Que le pasa Adolfo, esta preocupado por algo -
-No – le responde Adolfo y arranca su silla en dirección a donde se encuentra la señora Tardelli.
Cuando Tardelli entró en el hall, Adolfo pareció descomprimir del todo su ansiedad de espera para entrar en otro tipo de ansiedad, que Eros no alcanzó a poder catalogar. Después de charlar un rato con su madre, Tardelli se dirigió hacia Adolfo, se estrecharon las manos y Adolfo le presentó a Eros.
Esa noche, en la penumbra de su habitación, a Eros le fue revelado el vínculo marginal o mejor dicho, comercial que unía al hijo de la señora Tardelli con Adolfo. Después de que las enfermeras, pese a la negativa sorprendente de Adolfo a que lo hagan, insistiendo en que eran prerrogativas obligatorias dentro del Hogar los ayudaron a los tres a despojarse de sus ropas y ha proceder a acostarlos.
Cuando ya se encontraban cada uno en su correspondiente cama y se hubieron apagado las luces, Eros escuchó el ruido a vidrios que se entrechocaban que Adolfo producía rozando el pico de una petaca de cogñac contra el borde de una copita de las denominadas dedal, donde se servía.
Cuando volvieron a apagar la luz; luego del llamado de Adolfo a compartir su cogñac -que Eros aceptó estirando su brazo de cama a cama para estrechar la copita contra su pecho y después beber con los ojos cerrados- volvió a acostarse. Sintió como todavía le ardía el esófago. Una quemazón agradable, un fuego reconfortante y dulce que lo retrotraía a otras épocas de su vida.
Mientras el cogñac se distribuía y extendía por todos sus conductos sanguíneos hasta llegar a su cerebro, rememoraba los laberintos rojos del delirio, los cielos atizados de copas resplandecientes y rotas, consecuencias directas de su relación con el monstruo eufórico del alcohol.
El activo del licor excitaba nuevamente, después de tanto tiempo, su corteza cerebral, se volvía a reproducir en el reducto oscuro su memoria -film tenebroso como absurdamente épico- las noches españolas, así también como las largas noches en los bares de Buenos Aires.
Sobre todo Eros vuelve a esa primera noche en Barcelona. Cuando tenía ya casi treinta años y por vez primera se llevó un vaso de vino a la boca, un vaso de vino adulto ,cargado de dolor y de angustia, un vino tardío, postergado, tal vez, o seguramente debido el ascesis conductual al que se sometía dentro de la organización -y que en realidad era vigilado con más constancia por su propia autodisciplina integrista que por los ojos vigilantes de la propia conducción y sus más cercanos representantes- que al fin y al cabo, algún vaso de vino permitían beber dentro del marco de los actos sociales al ser este un emblema de lo nacional y popular.
Siempre ha vuelto a esa noche, el intenso calor de esa noche en la barra del Gadames, el rostro increíblemente hermoso de Graciela, sirviéndole esa copa de vino, su mano blanca tomando con delicada presión la copa de vidrio y ofreciéndosela, dándosela, abriendo un curso marginal al tratamiento del dolor y la angustia. Ese dolor y esa angustia que le estaban cerrando la entrada de su glotis hasta casi ahogarlo, conduciéndolo inexorablemente a un cuenco de depresión que no abandonaría, sino décadas después cuando su cuerpo parecía no resistirlo más.
Eros en la oscuridad del Sainte Claire, acaricia la suavidad de la funda de su almohada. Revive en toda su sensibilidad la piel de Graciela como si aún sintiera en el pasaje de su garganta el peso ese vino grueso, iniciático y revelador de inmensidades, desvinculándolo por un momento del infierno del desgarramiento, pero como si pagara un precio por esto, ingresándolo en un periodo dipsomano de borracheras y borracheras en las que muchas veces creyó perderse para siempre. Errabundaje incesante en la noche de Barcelona. Bares infinitos. Copas infinitas. Botellas a las que nunca pudo encontrarle ni el fondo, ni el fin. Siempre recargadas por el fino arte de dioses o demonios. Quince años de furioso alcoholismo, del que se pudo recuperar a medias, le parecía a él, -puesto que cargaría para siempre en su mente con la herencia de los laberintos rojos del delirio, los cielos atizados de copas respaldecientes o rotas y las ensoñaciones baja fidelidad- una vez muertas todas las floraciones negras del dolor que lo ahogaban en un mar impiadoso, una vez que creyó haber dejado atrás a fuerza de lo que no podía denominar olvido pero que se le parecía y a fuerza también de erosionar hasta el límite su capacidad de razonamiento. Llegó un momento, -así se lo relató mil veces a sí mismo y a muy pocos de sus íntimos-, donde creí que todo mi sistema emocional estaba sumergido en una cubeta de whisky, -casi casi como un objeto de laboratorio suspendido en formol- que lo que quedaba de mi propio ser, ese lagarto parduzco habitante de pantanos, así me lo representaba, debía en su condición de anfibio tratar de salir de la masa líquida para reincorporarse de nuevo, al menos por un tiempo si quería seguir con vida, otra vez a tierra firme. En el furioso océano del alcohol de donde provenía, creí dejar, las cicatrices más profundas, como si mi cuerpo se hubiera transformado en una carnadura insensible e indolora y como si mi mente cultivara a fuerza de idiotez y cansancio los principios zen de la nada y el despojamiento, fuente esto de una radical impotencia y a la vez de un raro poder.
Deambuló varios meses por España, en ese estado, sin beber la más mínima gota de alcohol. Si le hubieran dicho que no estaba en España, que estaba en Siberia, en Alejandría, Esmirna o en Plutón, lo hubiera creído, por que en realidad no le importaba. Si su cabeza funcionaba unos segundos solo era para pensar que el daño ocasionado en su cabeza durante todos esos años tenía un carácter irreversible, como un hierro candente al que se somete al un chorro frío de agua, me había partido en dos. Por esos días lo único que sentía era el viento en la cara y el anhedónico sonido de trenes lejanos, me había quedado la costumbre, de ir caminando de bar en bar, con lo cual recorría por lo menos más de media Barcelona en el día. Llegaba a la puerta de los bares y seguía de largo, hasta que terminaba mis días extenuado en los albergues para indigentes que proveía el ayuntamiento catalán.
Allí, en la soledad de la habitación llegaba a auscultarme con íntimo detenimiento -médico de mis pesares, quirófano de mis amarguras- todos y cada uno de mis sentidos. Sentía con cierto alivio que había vencido a un terrible monstruo al que no había llegado a matar pero al menos había ahuyentado por un tiempo, sentía el traqueteo lejano de sus pasos en retirada.
Mi cuerpo cansado se dormía con cierta paz de lobotomía. Aunque debí decirlo antes, solo el fragmento de un cuerpo maldito, fue incapaz de destruirse de dentro de mi mente.
Eros interrumpe el relato en su mente, su ya mentada , tortuosa e incontigente biografía. Escucha que Adolfo ha abierto el cajón de su mesa de luz y el ruido a vidrios que se entrechocan de las petacas de cogñac le comunican que su amigo sigue bebiendo en el marco de anonimato que prodiga la oscuridad. Esta por decirle algo, pero una ráfaga súbita de sueño, que para esa noche de memoria transida, se podría decir que es una verdadera bendición, hace que hunda bien su cabeza en la blandura de la almohada y se interne, sin decirle nada a Adolfo, en las aguas lustrales del sueño.

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