9.6.09

Capítulo 1: El Hogar Sainte Claire



Hogar Sainte Claire, al este de la ciudad.
El taxi acaba de estacionar bajo la sombra de su fachada.
Las puertas se abren. Se disipa el olor a plásticos de última generación concentrados dentro del interior del coche. Para alivio de Eros -que viene sintiendo desde hace unos minutos que su respiración se torna cada vez más dificultosa- se disuelve el ámbito funerario que la tecnología automotriz ha diseñado para que hombres atraviesen ciudades dentro de un cepo de airbags.
Fuera del vehiculo, con su cuerpo expuesto al aire, un viento que ha perdido su pureza, su origen de mar, al ir rozándose con los edificios de la ciudad, llega al rostro de Eros. Su cuerpo percibe otro tipo de oxigenación, otra carga distinta de exterioridad que por el momento, solo por el momento, lo reaniman de la contingencia y la inmovilidad con que ha persistido durante el largo trayecto desde su antiguo departamento a las puertas del Hogar Sainte Claire.
Sus párpados se mueven.
Su respiración, hemos dicho, se reanima.
Detrás de las copas de los árboles, un enorme murallón de ladrillos que ya ha comenzado a desplegar coloraciones verdes de moho y líquenes, tenues manchones de humedad, sin que esto rebaje el aspecto de señorío neofeudal del lugar.
Hacía allí arriba dirige los ojos Eros.
Hacía la parte superior del edificio en el que está por ser ingresado.
Escapar por medio de la proyección gastada de su visión.
Eso quisiera.
Que la línea imaginaria que trazan sus ojos al dirigirse allí, a la parte superior del edificio se materialice.
Que el trazado de su deseo se convierta en puente.
Poder transportarse más allá del edificio.
Última rebeldía. Canto de libertad. Un salto ornamental de algún músculo vivo del espíritu, piensa con amargura.
Divisa las figuras recortadas de dos o tres palomas sobre el borde de la cornisa, observa su rápido ir y venir. Antes de que el mareo que siente a causa de la postura exigida de su cabeza lo vuelva a colocar en la posición ortodoxa de un hombre sentado, se zambulle.
Su cuerpo permanece quieto. A cambio alguna zona impalpable de su humanidad se proyecta sobre el muro, con esfuerzo y equilibrio trata de dar la última brazada que lo afirme allí.
En el fondo del cielo.
Entre dos enfermeros lo toman de sus brazos, lo suben a su silla ortopédica que lo aguarda en el borde de la vereda.
No le gusta ser observado en ese trámite, ridículo sospecha. Niño caprichoso o mártir que llevan a la hoguera.
Por eso se permite entrecerrar los ojos como si con eso pudiera clausurar el mundo, como si por medio de ese imperceptible cerrarse de sus párpados detuviera la maquinaria que provee tanto para él, como para todo el friso circundante, visos de realidad, trazos inmanentes de colores que conforman el sustento material de los objetos y si se quiere conforman materialidad pura que da aprovisionamiento de sentido, al menos que estructura un universo palpable de una consistencia un poco más dura y correosa aunque no por eso más verdadera, que el que da vida a los sueños.
Los empleados del Sainte Claire acomodan su cuerpo en la silla y ejecutan alguna broma para que Eros, al que observan molesto y apesadumbrado, no haga del todo consciente el impedimento físico, más precisamente una parálisis de sus piernas, que hace que no pueda moverse por si solo. Le dicen que se acomode su sombrero de fieltro.
Uno de los chicos se anima a ladearle el sombrero para cubrir y restarle un poco de patetismo a su rostro. Pero el viejo Eros parece estar en otra cosa.
Sus ojos color guinda, un rojo eviscerado si se quiere, por efecto de un extraño derrame se posan en el límite que demarca la edificación.
Luego el cielo.
El gris opaco de una tarde de otoño, esa llanura inalcanzable, impuesta como territorio de su huida.
Desierto de su fuga.
Presa de una inercia que parte desde el fondo oscuro de sus recorridos sanguíneos, su cuerpo se desplaza levemente hacía adelante. El vértigo de la mente que lo remonta cielo arriba. Hasta que el traqueteo de la silla, producto de las pequeñas irregularidades de la vereda, lo devuelven al marco más mezquino e indigente de la realidad.
Luego, se entrega.
Quien intentó escapar ha sido sorprendido y maniatado impidiéndosele la huida.
Hunde su barba en el cuello de neoprene de la campera. Se resigna a que unos de los empleados del hogar, empuje de su silla ortopédica y se prepare, entre jadeos de esfuerzo, a encaminarlo por la rampa paralela a las grandes escalinatas que dan ingreso al Hogar.
Los blindex polarizados del Hogar Sainte Claire, espejo oscuro y defectuoso, le devuelven su propia imagen.
Ve surgir su figura desde un espectral espacio marrón similar al color de los ríos.
Ese mismo vidrio es un río. Un bravo afluente. Pero de la quietud.
Su mente tiene tiempo todavía de pensar lo que primero supondrá, frivolidad y después cuando las impresiones se expresen con la misma soltura con que esos chicos lo conducen, fatalidad.
Observa su barba blanca asomar de entre la campera de neoprene. Pelos de tres o cuatro centímetros le dan una espesura, un volumen que lo remiten, en un turbión de imágenes en blanco y negro impresas sobre papel de diario, a una foto de Ernest Hemingway.
Hemingway en Cuba- piensa sin error.
Hemingway en la terraza de la Bodeguita del Medio.
Soplando un daikiri.
La mente amorfa.
Su cuerpo se alienta con el soporte de un halo de heroicidad, breve y patético.
La barba de Hemingway. Su blancura convertida para siempre en el fantasma de los suicidas literarios. Esa misma barba que pronto se teñirá de rojo.
Escopetazo.
Viejo.
Ron.
Mar.
Bossviejaescopetainglesadelcalibredeldoce.
A través de un balbuceo mental sostiene estas pesadas palabras de estridencia metálica y consonancia de fuego, aunque él pareciera estar desgranando el corazón de un insulso pensamiento. Ajeno al estruendo real de su significancia. Las palabras solo componen una pobre y lineal sucesión de términos abstractos a su sangre, a su emotividad, a eso que desde hace ya un largo tiempo parece haber extraviado por completo del cargamento de sus huesos.
De un tiempo a esta parte, el tráfico borroso que transita sin destino por su cabeza no es sino el mascar reiterado de una fruta sin sabor.
Una manzana pasada de cámara.
Una pulpa blanca y pastosa solo capaz de cansar las mandíbulas en búsqueda de algún indicio de dulzura.
O de tenue y refrescante acidez.
Así es su pensamiento, piensa o lo ha pensado.
Su organismo viejo, su cuerpo caduco ha dejado de producir fuerzas para la resistencia abriendo de esta forma pasos a los innominables procederes de la muerte.
En los últimos años ha tomado esta circunstancia con tranquilidad pero también con una violenta e insalvable determinación. Así se deja conducir en su silla, así se entrega manso al pulso del empleado del Hogar que empuja su silla y avanza sobre el final de la rampa.
Ha dejado de mirar el cielo.
Se le ha ido escapando como el scrip final de un film.
Un enorme murallón de concreto le ha cerrado, poco a poco, el paso de su vista. Al cielo.
En su cabeza quedan estampados recuerdos de nubes.
No hay dragones rampantes heridos de muerte derramándose en el aire. Tampoco tridimensionales pechos de mujer. Ni blancura de lomo de ballena. Diagramas todos estos, sospecha, de su crispada juventud, espectros efervescentes de su pasado que no sabe de que modo y por que motivo todavía permanecen, como restos descascarados de un mural antiguo, con el solo y tortuoso fin de ser el contrapeso de sus ahora lánguidas visiones de nubes.
Apenas luz.
Sosegada e insípida luz de otoño cubriéndole los ojos de leves manchas blancas.
Bienvenido a Sainte Claire le dice una mujer de unos cuarenta años enfundada en un traje rosa.
El tono de su voz aunque parece ensayado y protocolar, mera tecnología estudiada de humanidad, tiene algo de verdadera calidez. Va acompañado de una límpida mirada de ojos azules, un azul que parece haber surgido de la combustión y no del témpano.
Aunque se siente atraído por la belleza de la mujer deja de mirarla y de prestarle atención, para girar su cabeza y mirar por entre las puertas entreabiertas, la calle, el mundo, ese lugar al que sospecha, no sin motivos, no volverá a salir; no sin aliento, no sin vida, cuando el velador definitivo se apague, cuando el sachet sea entregado en manos de quien corresponda y ya no quede nada, en absoluto, nada de él.
Vuelve la mirada hacia la mujer que sigue hablando, diciéndole por ejemplo, en este momento, que dentro de Sainte Claire se sentirá como en casa.
Sainte Claire, repite en su fuero interno, busca en vano la reverberancia de beatitud que propone el nombre, como si fuera posible- piensa- menguar un poco el infierno con sede nómade pero depredadora sobre la tierra.Igual que si la mera invocación de un nombre cargado de probidad moral fuera capaz de persuadirlo de que en el seno de ese moderno hogar geriátrico estará a salvo de las últimas escenificaciones de la vida, de las pasiones baja fidelidad que se aproximan a instancias de todo final y que están o estarían representadas, si existe una codificación representativa para el caso, en el pene erecto de un muerto

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