24.7.09

Capítulo 6: Borrachos



Hay en Eros, una delectación especial en el modo de beber, esta tarde.
Sorbe el vino con delicada postura, hedónica o aristocrática.
La base de la copa se va alejando de a poco de su mentón igual que si acompañara el movimiento de su cabeza reclinandose hacia atrás.
El vino rojo resplandece con los rayos de sol que de escapan por entre el espeso follaje.
Adolfo una vez que hubo descorchado el vino, partió a bordo de su silla hacia la sombra de unos pinos, un tanto alejado de Eros y Nitti. Antes de alejarse se ha servido un vaso lleno y una vez instalado a esa curiosa distancia que lo separa de sus amigos, lo ha depositado en el suelo, barriendo con una rama caída la superficie cuidando de ese modo que ninguna imperfección del terreno atente contra la estabilidad de su vaso. De vez en cuando, se agacha y bebe un trago.
Si lo controlaríamos atentamente nos daríamos cuenta de que los períodos que van de trago en trago son exactos, como si un metrónomo lo dirigiera desde algún lugar.
Cuando bebe no llega a levantar del todo la cabeza para tomar, de un modo un tanto animal, como un caballo en el bebedero, toma su vino.
Después si, después de haber terminado el vaso se recuesta hacia atrás y clavando su vista en un punto perdido entre los árboles farfulla con voz ronca algunas palabras incomprensibles, elementos verbales de difícil extracción, sonidos que diseccionados por un lingüista quedarían a mitad de camino entre la onomatopeya y la palabra, una expresión alterna que escapa a los idiomas y que tiene su raíz en el rayo imprecador del vino ingerido, como si comunicara a todo su ser la llegada de los duendes del vino o, nomás, como simples hesitaciones del oscuro placer que los borrachos sienten al primer contacto con el alcohol.
Eros, que desde el primer momento está un tanto sorprendido por el distanciamiento que puso Adolfo desde que se ha puesto a beber, escucha con atención lo que Nitti en voz baja y al oído le comenta acerca de esta llamativa decisión, le dice cuidando que Adolfo desde lejos no lo advierta, que desde que lo conoce, que desde que él lo acompaña a tomarse uno tragos, siempre ha repetido la misma operación, que sorbe su primer vaso en soledad, como si entrara en comunión con alguna entidad extraterrena -trata de explicar mejor Nitti, o como si en realidad, piensa para sí Eros -al que por experiencia propia ya no le es tan enigmático el asunto- intentara ocultar, para sus amigos, la voluntad trágica que preside todas la ingestiones deletéreas.
Una vez terminado su vaso Adolfo, llevando su silla con gran aplomo y pericia como si fuera ya parte de su propio cuerpo se acerca despacio hacía el ciprés donde están sus dos compañeros. Eros advierte, no sin sorpresa, que el rostro de Adolfo ha mutado ostensiblemente con respecto del que él conoce habitualmente, ya no son sus cejas alargadas y finitas, elementos de un maquillaje diabólico, ni son sus ojos cerrojos impenetrablemente cerriles, ya no es la rigidez de la postura de su cuello, lo que lo hace parecerse a una gárgola de piedra o mampostería, montada vigilante en el acápite de un viejo monasterio gótico.
El vino ingerido por Adolfo da toda la sensación de haber relajado las facciones de su rostro.
Eros estudia con atención las transformaciones producidas en el rostro de Adolfo mientras liquida, con cierta vehemencia, de un trago, lo que queda en el fondo de su copa. Nitti se disculpa y tomando las hojas y los lápices que se encuentran en él deposito que hay bajo su silla se dirige al Jano bifronte, que hay enclavado en el centro del acuario, y que desde hace tres semanas viene dibujando.
Es Eros quien poseedor de la botella, ofrece más vino a su compañero. Según sus cálculos, escrutando con sus ojos detrás del vidrio verde, queda en el interior del envase para dos vueltas más. Toma el vaso que le alcanza Adolfo y vierte el vino salteño, más rojo que nunca a la luz del día, puede sentir el olor a las uvas entremezclándose con el vaho envolvente que desciende de las coníferas y que produce un efecto deliciosamente nárcotico en su cuerpo, una droga suave y sutil que excita sus pensamientos hasta encenderlo de vagos delirios, puede intuir el trabajo que el tiempo a ejercido sobre la pulpa virgen hasta convertirla en el pasaje líquido a un viaje por los intersticios del sueño.
Se contenta con poder ofrecer el vaso lleno a su amigo, lo ha colmado hasta el tope infringiendo las leyes de modales, lo ha hecho así porque vio de que forma Adolfo llenó primeramente su vaso, antes de retirarse y beberlo en soledad bajo las sombras de los pinos.
Eros recuerda que debe hablar, soltar su lengua lo antes posible. Tiene una mala experiencia con eso de beber en soledad. Ya vio de que forma el vino y los pensamientos, sumados al vacío o a la más oscura profundidad, se van tornando un elemento barroso e intratable en su interior. Por eso tiene ganas de ensayar, algunas de sus habituales disquisiciones internas mientras dan cuenta de la segunda copa. Con rapidez va prefigurando las palabras en su mente mientras observa como Adolfo sigue cambiando de aspecto a medida que ingiere más vino, ahora es el color de su rostro, que a pasado de un blanco mate, horriblemente cadavérico, a un rozagante rosado con intenciones de subir de tono cada vez más. Pretende decirle a Adolfo que la enología en verdad a errado su camino, que no se trata tanto de descubrir, de hacer racional, el sabor y la composición de los vinos, de observar y anotar que analogías de sabor hay con las almendras, las piedras, las manzanas o lo que carajo se les ocurra. Tampoco esta en develar el carácter de su aroma y su color, volverlos una mera estadística, no señor, eso sería atentar contra la magia y el hechizo que encierra el viejo néctar mediterraneo. Sino que los insulsos ensayos de la ciencia deberían ser trocados por el garbo dionisiaco de una mística observadora que contribuya a esclarecer, al menos de un modo poético, los efectos del vino. Ese es el quid, -se ilumina Eros en su silla- develar por medio de frases bellas y herméticas, tal si fuera la fórmula arcana de una vieja alquimia, las cualidades, diríamos embriagantes del vino, llegar al profundo origen de sus atributos metamórficos, poder sondear el punto, el límite ,la grieta, por donde esta gran bebida, se transforma en el pulmón del vuelo de una operatividad superior. Estas dos últimas palabras, cree Eros que son las que desde el fondo de su ser le dictan que no pronuncie tal discurso ante Adolfo, que lo guarde para sí y lo vaya perfeccionando y puliendo hasta que salga limpio y sencillo como un pan recien horneado.
Si hay algo que Eros admira de Adolfo, desde que está en el Hogar, es su capacidad para estar en silencio. Pese a no ser un hombre de los denominados callados sabe administrar con enorme tino y justeza las palabras y las frases que ejecurará durante día. Desde que se levantan hasta que se van a dormir transcurren entre catorce y dieciseis horas, para lo cual Adolfo es un creador inigualables de pausas y suspensos sostenidos, que, sospecha Eros, tal vez contengan más sentido, sean poseedoras de una expresividad mucho mayor que las que brinda el mismísimo lenguaje.
Por eso es que Adolfo ha esperado casi hasta terminar su segundo vaso para emitir sus primeras palabras desde que salieron al parque.
-Que tal Eros si, ni bien terminamos la botella, salimos a hacer chillar las sillas por el parque, no le digo correr una carrera, cosa que dejaremos para otro día, pero si ver hasta donde da la velocidad de estas lindas maquinitas.
Eros piensa que el vértigo del vino ha promovido el deseo de otros vértigos y que el desarrollo de la acción que propone su amigo podrá suplir de buen modo esa urgencia que tiene por liberar lo que el vino a encendido en su cabeza. Deberá acompañar a Adolfo, en lo que cree, va a ser un peligroso paseo por el parque. No le gusta demasiado la idea del tour pero, si así lo quiere su amigo no hay porque anteponer una negativa, piensa.
-Nitti será de la partida- dice Eros como queriendo ganarle tiempo, y disponerse mejor al vértigo para el paseo que propone Adolfo.
-No dejémoslo a Nitti con su lapicito.
Mientras toman el resto de vino que queda, trazan la ruta, marcan mentalmente los senderos por los que van a desplazarse. El rostro de Adolfo con el correr de las horas y el vino ya ha tomado un color casi bermejo, ni púrpura ni carmesí, bermejo, también a observado Eros, que la voz de Adolfo, se ha hecho menos seca y áspera como si, ahora su voz recorriera los recovecos mejor tapizados de su garganta haciendo que el sonido que emite salga con un dejo más dulzón, cálido y humano.
Adolfo, después de estudiar rápidamente los accidentes geográficos del parque, decide que comenzarán por la recta que se inicia bajo la primera de las casuarinas que conforman una gran hilera. El asfalto de allí es el más nuevo y por lo tanto en el que mejor se van a desplazar las sillas, dice. Luego doblarán para el lado del acuario y para finalizar se meterán por el camino bordeado con setos de boj.
- Después veremos que hacemos- dice Adolfo, concluyendo las instrucciones del trazado del camino y soltando una carcajada tibia.
- Después nos vendremos a tomar la botella que nos falta- le responde Eros, con la misma carcajada.

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