29.6.09

Capìtulo 3:La Noche de La Vergüenza



En su mente, persiste, lo que de forma insalvable, ominosamente, ha dado en llamar: “LaNocheDeLaVergüenza”.
Sabe -y no le queda de ello el más mínimo resquicio de duda como si se le hubiera adherido con brasas indelebles al mamotreto mental que aunque no pone ningún interés en escribirla, este por propia cuenta se obstina en hacerlo, su biografía- que este triste episodio, lo acompañará por el resto de sus días, por lo tanto, en poco tiempo ha aprendido a convivir con ello, con esa sombra desbordante de ignonimia, a intentado por todos los medios que su cuerpo sea capaz de segregar algún tipo de antídoto o anticuerpo para que su poder de humillación no lo derrote, noche a noche, casi por completo. Aunque por los visto es imposible poder minimizar en nada su intensidad de bochorno.
Como todo suceso terrible y por ello tortuosamente inolvidable tiene su antojadiza anatomía. “La Noche De La Vergüenza” tiene, en las figuraciones abstractas de Eros, la forma de un pájaro negro que bate las alas contra la parte interna su frente como si un cuervo se hubiese colado por algún intersticio de su espectro mental. Alas, plumas mucilaginosas batiéndose con violencia en el lado interior de su cabeza, que parecen más, mucho más que una simple figuración abstracta y le terminan trasmitiendo la intolerable sensación de haber defecado dentro de su ropa interior.
El solo recuerdo de ese hecho, a veces, -lo ha vuelto a recordar tantas veces en estas setenta y dos horas-, le produce una vergüenza tal, que se siente capaz de repetir el mismo hecho, que lo condena al oprobio, pero esta vez dispuesto a no fallar, con tal que Adolfo, si el hombre que se le presentó en el jardín y ahora desayuna a su lado, y que en definitiva no se puede decir otra cosa más próxima a la realidad de los hechos, que en un acto solitario y desesperado cargando sobre sus fuerzas todo su impedimento motriz valerosamente le ha salvado la vida, que ese hombre borre para siempre esa imagen de su cabeza, se olvide para siempre de ese Eros de ojos impávidos y estremecimientos de niño asustado a punto de desangrarse por las aberturas de las heridas de su propia autoría y de ese Eros que no sabe si autodenominarse, cobarde, inútil, o pelotudo.
Lo hiere, sobre todo, esta última definición, que el mismo insiste en cargarse.
Pero ahora sorben su te, el te de las nueve, con el marco de una resolana que se desprende desde los grandes ventanales que dan al jardín, y cuando de rememorar el hecho se trata, puesto que para los días siguientes es algo casi de recurrencia ineludible, Adolfo -que le alcanza en este momento una canasta con mediaslunas-, a decidido dos cosas: tomar las cosas con la levedad sinuosa del humor, un humor negro que le sienta de maravillas a Eros y en convertirse el mismo en víctima de la situación como si de esta forma intentara sacudir los cimientos donde se erige la conciencia de su nuevo amigo.
-Mira Eros si cuando me tiraba de la cama me quebraba un brazo o la cadera, te juro por Dios que dejaba que te desangres solito, por pelafustán.
Y no puede evitar que una disimulada sonrisa cargada de complicidades, se revele detrás de los que pretende ser la gestualidad pesada de un rostro serio y perentorio.
Gracias al socorro que le ha prestado Adolfo no solo está con vida sino que además y por si esto fuera poco, ese viejo con cara de forro, está haciendo lo posible para que Eros termine de una vez con las visitas de los dos terapeutas que intentan desandar por sendas sino equívocas plenas de una candidez insoportable, su intento de suicidio, y que, según lo confesado por el mismo Eros en presencia de Adolfo se han transformado en una tortura imposible de seguir soportando. Lo está haciendo bien, de forma sencilla, mofándose de lo que pudo ser una desgracia.
Esa suerte de brutalidad, en el trato del asunto, es funcional para el correr de estos días de convalecencia, sobre todo esa forma de confidencialidad inversa de ambos, que le permite a Adolfo, por un lado, no preguntarle cuales fueron los verdaderos motivos que lo llevaron a hacer lo que hizo, y a Eros por otro, a no verse involucrado en el lamentable y lacrimoso proceso de revivirle, una a una, las singladuras del hastío que lo condujeron a tal determinación y que tanto fastidio le da el tener que hacerlo con los dos jóvenes y voluntariosos terapeutas, que según él, lo escuchan con la misma perplejidad imbécil con que el intentaba comprender a Faulkner, el héroe de su hermano mayor, a los doce años. Su relato, una versión apócrifa de la verdad, puesto que considera que nadie es capaz ya de comprenderlo y por lo tanto está en todo su derecho de inventarles cualquier historia, el relato al que se apegan con todo profesionalismo, aunque con poco tino los dos muchachos se asemeja, lo descubre recién ahora cuando rememora ciertas frases del cuento que les está contando, a esos intensos y oscuros párrafos del escritor norteamericano, claro que, sobresaliendo sobre todo el trazo galimático de la voz del dolor, trazo, en este caso exento de todo tipo de genialidad.
Ha sacado la primera sonrisa de su cara, al escucharse diciéndole a Adolfo lo ridículo que se veía, ahora a la luz que arrojan los sucesos pasados, con ese cuchillito de mierda intentando amasijarse como un marica en la cama.
Sin embargo cuando queda solo, cuando algún momento del día le aplica su dosis de desaliento y lo deja, diríamos, débil y sin la fortaleza mínima necesaria para detener la marcha de sus fantasmas: la ya famosa “Noche De La Vergüenza” roe su alma y sus gerodermas hasta desmoronarlo y hundirlo por completo, del modo de un soldado sin armas, en las profundas ciénagas de la indefención.

Ya han pasado tres largas noches desde que su vida se a trasladado al, como llaman en los folletos que publicitan el lugar, el corazón inteligente del Hogar Sainte Claire. Las últimas dos noches ha dormido con cierta paz debido a la química de los inductores de sueño que convidan con cierto desparpajo algunas enfermeras del Hogar. Pero la primera, “La Noche De La Vergüenza”, piensa...
No sabe aún que decidió esa suerte, esa determinación irrevocable en ese instante, de tomar el cuchillo con el que ha cenado -en realidad con el que ha pelado una diminuta pera de agua, que el mismo de entre una gran variedad de opciones para coronar la cena a elegido- y que ha guardado luego de tomar una servilleta y de limpiarlo con disimulo, como los tahúres guardan los ases, en el interior de una de sus mangas. No era nueva la idea de quitarse la vida por mano propia, no, esa no era la suerte sobre la que cavilada. A lo largo de los muchos años que llevaba vividos, varias fueron las veces en que la decisión de acabar con su vida había reptado a instancias de su voluntad.
Distintos los motivos.
Distintos los elementos con los cuales llevarlo a cabo.
Cápsulas sublinguales en su juventud.
Venenos y drogas inyectables, para dejarse llevar por una muerte en capítulos en Europa.
Y ya en lo que sin dudas, el llamaba la vejez, la poderosa explosión que surge de las armas de fuego.
Más de una vez sintió la necesidad física de tomar una de sus pistolas, llevársela a la sien y acabar con lo que el creía era sin lugar a dudas una masa humana inservible, una musculatura vencida desprovista de una mente que pueda encadenar los mínimos silogismos necesarios para combatir ya sea por la subsistencia de su propia individualidad, o para un entorno cercano como lo sería una familia o para lo que en el terreno espinoso de lo social y colectivo, lo cual de alguna forma era lo que más añoraba, la defensa, dentro de una organización o no, de los intereses de un pueblo, una nación.
Más de una vez se encontró soñando con la Boosviejaescopetainglesacalibredeldoce de Hemingway, con ese bramido de fuego luego del estampido de la pólvora haciendo ascender por el caño cientos y cientos de esquirlas metálicas que destrozarían el hueso de su frente para caer con el cerebro hecho trizas ya sin recuerdos ni esperanza, ya sin amor ni odio, ya sin caminos ni incertidumbre que recorrer, ya sin orfandad de dioses que impartan justicia, en el piso de algún lugar anónimo y desangelado de la tierra haciendo prevalecer por sobre la compasión y la piedad, por sobre el temor y la pusilanimidad, el coraje viril , la valentía heroica de ser capaz de cargarse uno mismo, de vestirse con el luto furioso de la muerte antes de que esta despierte y avance con la omnipotencia y el desparpajo de una todopoderosa fuerza, como una burla, en las entrañas de un cadáver, muerto en vida, hace ya mucho tiempo.


Seguramente era, ese pequeño y endeble cuchillo de cocina hecho en Taiwan, el único elemento a mano para llevar a cabo lo que, no le costaba asumir, su muerte. Ese trozo de metal levemente dentado con un insignificante mango hecho de la misma aleación que la hoja y que mirado con cierta profundidad de cazador, de comando o de killer, si vamos al caso, serviría de poco, para diríamos dañar o perforar un cuerpo hasta dejarlo sin vida.
Era sin embargo lo único con lo cual, había decidido eliminarse.
Con las pocas horas que tenía en el Sainte Claire casi que le era imposible saber donde encontrar algo más contundente a mano. Habitualmente estas situaciones vienen casi de atropello, por ese motivo no pudo ni siquiera seleccionar el objeto con el que se pensó dar muerte. He ahí el ridículo cuchillo taiwanés como opción.


Las sábanas estaban frías. Por una de las ventanas entraba un pequeño haz de luz que débilmente surcaba toda la pieza causando el efecto de estela plateada de un pequeño cometa instalado en la habitación e irradiando desde esa línea una cada vez más mínima intensidad de luz hacia los rincones más profundos de la pieza.
Eros sintió el frío de las sabanas pegarse a su piel. Se tapó hasta el cuello y constató en la penumbra de la habitación alzando brevemente su mano desde un costado de la colcha el lado del filo del cuchillo.
Muchos se han preguntado, entre ellos destacados científicos y malvados poetas, que és, al final de cuentas en lo último que piensa un hombre que se va a suicidar.
Se conjetura con frecuencia que un torbellino de frases y palabras sueltas se despliegan por todo el interior de los folículos pensantes y pugnan de la misma manera que una muchedumbre por salir a la luz, que esa agitación y ese caos provocado por la imposibilidad de ordenar la salida de esas frases y palabras sueltas es lo que en definitiva da la última orden cerebral antes de darse muerte.
El reverso de la situación, pero que sin embargo es igual de parecido; el mutismo interno, la creciente e insoportable aridez del silencio, el vacío de sonido, que de forma enloquecedora, va haciendo de a poco volcar las últimas gotas de la copa del sentido hasta que en un arranque violento, el suicida acaba con si mismo.
Esta segunda posibilidad es la que, podríamos decir experimentó Eros en el desencadenamiento de su fase suicida. Luego del intolerable desierto de silencio de los últimos minutos, un vacío yermo que le taladraba los oídos, el arranque frenético de serrucharse con la mano derecha las venas soterradas en el cuero duro de su muñeca izquierda. Con cuatro o cinco idas y venidas, en formas trasversal sobre sus venas, del pequeño cuchillo, creyó que al fin lo estaba logrando.
Adio mondo cane.
A la mierda con todo.
Ahora solo le restaba dejar el brazo colgando al costado de la cama como si descansara y que la sangre en borbotones cada vez más espesos fuera inundando el piso, se fuera escapando de todo su cuerpo hasta dejarlo inerte.
Sintió la humedad caliente de la sangre invadirle toda la mano, sintió que su brazo pesaba varios kilos de más y cuando estaba a punto de un desmayo previo a la muerte, el shock, el electrizante shock de la voz gruesa de Adolfo gritando, haciendo retumbar las paredes, de la lámpara central de la habitación encendiéndose sobre todo su cuerpo humillado, el cuerpo de Adolfo tirándose de su cama para caer y reptar como una serpiente, arrastrarse como podía por el piso y darse impulso solo con sus brazos, como remando en el piso, buscando que los músculos de sus brazos sean lo bastante fuertes para que su cuerpo de piernas muertas sea capaz de llegar hasta la cama de Eros a tiempo antes de que el imbécil se desangre por completo.
Con movimientos casi de foca llegó hasta la cama de su nuevo compañero y con más fuerza que pericia oprimió con sus dos manos en forma de pinza o de tenaza para formar un torniquete y evitar de esa forma que Eros termine por escurrirse.
Luego los enfermeros, luego la sutura, la restitución milagrosa a la vida. Y más tarde, mucho más tarde, una vez que las cosas se hubieron sino calmado, aminorado su intensidad de locura, el relato de Adolfo, con frases tales como “las sábanas poniéndose negras me hicieron saltar de la cama” ,“te salvo esa lucecita que entraba por la ventana”, “creía que estabas muerto” y algunos tópicos más que a través de los años que siguen, y mucho más compactos que el auscultamiento de su propia experiencia con su red de sensaciones, dolores y devaneos previos al hecho en sí; constituirán en forma acabada y firme, esa trágica noche, en la memoria de Eros.
Y, antes que todo eso, y durante; como una gestación, casi desde el momento en que Adolfo encendió la luz para que su cuerpo, entregado a la muerte como una liebre encandilada por los cazadores, quede descubierto, quede expuesto a la mirada de los que se dirían por dentro “pobre viejo o pobre viejo pelotudo”; el sentimiento que nacía y que inmediatamente, como si no le cupiera otro nombre que ese, era bautizado, como “La Noche de la Vergüenza.”

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