28.8.09

Capítulo 9: Tango de Adolfo


En el mismo instante en que Adolfo expuso los motivos por los cuales debía irse del Sainte Claire, tanto Eros como Nitti, con rapidez y sin dudarlo, ya habían decidido que iban a hacer en el nuevo cuadro de situación.
La voz apesadumbrada de Adolfo, su mirada de águila, ahora vencida, vuelta al piso con una resignación que marcaba cada una de sus facciones y ablandaba cada uno de sus músculos hasta volverlo una fláccida entidad a bordo de una silla ortopédica, relataba las circunstancias que se habían sucedido . La noticia , los motivos reales por los que Adolfo iría a abandonarlos fueron expuestos, de forma tan clara que no dejó resquicio de dudas para nadie, a esa altura de sus vidas los tres sabían que, el dinero, ese dios innoble, omnipotente , implacable y decisivo en cuantiosas cuestiones humana, una vez más estaba tomando su forma de dedo indicador y señalando el destino. Pero como no hay mal que provenga del dinero, que con más dinero se no cure, esto fue lo que de dos formas distintas pensaron a un mismo momento Eros, por un lado y Nitti por otro y apelando a las zonas más claras de su impronta solidaria, decidieron sin consultárselo, ni siquiera en un cruzarse de miradas, sino, también ellos con la vista clavada en el césped del parque, como forma, suponemos, de custodiar la congoja que se activaba en todo el sistema de Adolfo, que nadie se iba a ir del Hogar por no poder pagar su cuota mensual, menos Adolfo, ese hombre hosco y de mirada obtusa y desafiante como la de un ave de rapiña, pero que tanto representaba para ellos. Nitti lo quería de la forma en que había querido a su hermano mayor, y que como este había sido depositario del deber de integrar y conducir los engranajes de su débil voluntad, era Adolfo quien había insistido en que deje de a poco la medicación, el dopaje para ser más certeros, con que desde su entrada al Sainte Claire lo tenían sujeto a una rutina de quietud e insensibilidad, que lo habría conducido rápidamente a la muerte. Y fue Adolfo, seguramente por medio de Tardelli o de Lila, el que le había vuelto a poner entre sus talentosas manos, después de muchos años de inactividad, un lápiz negro de origen alemán, sin dudas el mejor, y las hojas canson que lentamente fueron volviéndolo,- a medida que su mano se iba ablandando y sus trazos definidos y precisos, su inmejorable arte del sombreado iban volviendo a recrear un extraordinario mundo de fantasía- a ese ingenuo amor a la vida, que en Nitti como en esa personas frágiles y etéreas, parece, y esto visto desde el punto de vista de las almas mas oscuras y tormentosas, como si en verdad precisaran de ello, de ese tenue plumaje de canario, una verdadera fuente de encanto. Eros pensaba, sin más, que Adolfo, en la nefasta “Noche de la vergüenza” había sido, quien arrojándose de su cama y soportándole la sangre que se le escapaba del brazo a fuerza de presionarlo con sus dos manos, el que sin lugar a dudas, le había salvado la vida y por eso le debía, no solo un gesto que llegue a equiparar esa proeza sino su amistad incondicional.
Fue Nitti, tal vez a pedido de Eros quien se allegó a la administración y consultó por el caso de Adolfo, Eros se prefirió quedar junto a Adolfo tratando que los reflujos del champán, su potencial carácter de tanto exaltar como de hacer declinar el ánimo según la situación, no los afecte, en realidad no lo afecte más a Adolfo, que a media voz puteaba a todos los responsable de que su jubilación sea anulada por un decreto del gobierno. Las ganas de Eros de ver revertirse la situación, de que Adolfo pronto se de cuenta de que tanto Nitti como él, cueste lo que cueste, no iban a dejarlo ir, le impedía profundizar en la real cuestión política y económica que querían dejar a Adolfo en la calle. Apenas si podía golpearle el brazo a Adolfo con la palma de su mano, un golpeteo que intentaba traerle calma a su nuevo pero ya, de alguna forma viejo amigo.
Nitti ya había gestionado desde la administración, la operación bancaria que se concretaría el primer día hábil y que consistiría en debitar desde un banco, el dinero de Eros y desde otro, su propio dinero para pagar entre los dos los gastos mensuales que el Hogar le cobraba a Adolfo.
Cuando entre los dos, utilizando expresiones sencillas y despojadas de todo tipo de vanagloria, se lo comunicaron a Adolfo, este los miró un instante, conmovido pero pétreo, y en el fogonazo de su mirada, en la fugaz iluminación que partió de sus ojos de ave quiso cifrar el eterno agradecimiento que no saldría a la luz del diálogo, no por ahora, desde su garganta anudada.
Luego lo sucedió una suerte de llanto, sin lágrimas, más que llanto algo similar a un espasmo nervioso, pequeñas convulsiones que se resolvían en gestos grotescos y despojados de toda humanidad que a Eros, en un primer momento le dio mucha impresión pero que recordó ya haberlo experimentado en el campo, en el ámbito hostil del campo de sus tios donde un verano tuvo la mala suerte de ver morir a su tía. El tio Jorge no lloraba, daba los mismos respingos físicos que Adolfo y que era algo que se correspondía, en realidad, con ese hombre duro e insensible que seguramente tantos años de vida entre animales y soledades crepusculares de la pampa seca le habían hecho pasar por alto el proceso emotivo por cual los hombres desagotan sus penas en forma de lágrimas. Por un momento, Adolfo pareció calmarse, pero enseguida otra vez se le abrieron los sentidos y continuo con su particular sollozo de hombre hosco. Así, sólo, negándose a cualquier tipo de compañía, encaminó la silla hacia la habitación que compartían los tres, todavía atrapado en esas convulsiones que su cuerpo resolvía en burdos ademanes de sus brazos abiertos e incomprensibles siseos que se escapaban de su boca. Los dos, tanto Eros como Nitti, lo dejaron apartarse hacia la pieza, sabiendo que dejándolo solo con la efervescencia de su emoción transida, era la mejor forma de que se calme, sabiendo los dos que Adolfo era conciente que la expresión que partía de su cuerpo conmovido y emocionado, no era del todo conforme a lo que se supone tendría que ser. Recién cuando, luego de un breve portazo oyeron cerrarse la puerta a sus espaldas se pusieron a hablar, ha distender sus cuerpos sobre su sillas y ha disfrutar secretamente de la posibilidad de que fueran ellos, unos viejos hechos mierda abandonado a la buena de Dios, quienes se hacían cargo con su precaria solvencia de un amigo caído en desgracia. Se sentaron en el patio más cercano sobre el piso de lajas coloradas a la sombra de un laurel y sintiendo que la ocasión ameritaba una austera ingesta de infusiones calientes a modo de amenizar su filantrópica misión pidieron a las chicas del turno de la tarde que les trajeran un té: tilo para Nitti y cedrón para Eros, se dejaron flotar en una alfombra voladora de quebradiza felicidad pero antes pidieron a alguno de los enfermeros que vayan a ver a Adolfo.
Cenaron los dos solos, contemplando la silla vacía que había dejado Adolfo, al que el médico de guardia, había decidido que quede en reposo en su cama.
Comían, los pequeños trozos de merluza hervida en silencio, un silencio grato y generoso al que el rumor de un acondicionador de aire instalado casi sobre sus cabezas le daba toques de frescura paradisíaca. Sentían otra vez la sensación de pequeño un triunfo ante la adversidad. Mascaban sus bocados con la destreza lenta de sus implantes dentarios y siguiendo como nunca los consejos de la nutricionista de enviar al estomago los alimentos bien pisados. A Eros le hubiese parecido fantástico que pueda sorber un vaso de vino pero eso parecía imposible, al menos en esa mesa iluminada del comedor del Hogar. Hubiera notado como el vino iría coronando de somnolienta serenidad una tarde complicada, como su candor de alcohol hubiera acabado con los rizos de tensión que todavía, un poco, molestaban en su cuerpo.
Miró la silla de Adolfo, lo miró a Nitti, volvió a la silla por primera vez vacía desde que había llegado a Sainte Claire ,y con el último bocado de merluza hervida descendiendo por la caverna de su garganta pensó, pensó en la ausencia de Adolfo, en ese maelstrom helado que se formaba en el lugar donde tendría que estar, se detuvo, detuvo en seco, todo movimiento y se dejó llevar por el vaivén de una turbulencia interior, que lo trasladaban integro a las cumbres de un severo extrañamiento, de una perplejidad insensata, como si pensamientos que se desarrollaban dentro de él,- que eran del todo inasibles, más que eso, como si formaran parte de un espectro exterior a su cuerpo, pero que de todos modos sentía como propio- estuvieran vociferando agudas sentencias, intensas acusaciones, que desaparecian ni bien, anteponía el filo de la lucidez racional por sobre esas létargicas voces que parecía nacer de los despojos de su memoria y que,a la luz de como dijimos, el filo racional, morían decapitadas sin llegar a comunicar eso que con impulso tan apremiante parecían querer expresar.
Le dijeron a los enfermeros que no prendan la luz. Que así nomás, con la leve penumbra que inundaban la habitación, los ayudaran a trepar desde sus sillas a sus respectivas camas. No querían interrumpir, lo que suponían, el sueño de Adolfo. En un par de minutos estuvieron acostados. Cuando los enfermeros cerraron la puerta escucharon la voz de Adolfo, una voz ténebre y con el ritmo más despojado de vivacidad que hubieran escuchado nunca, una letanía horrenda y siniestra que tenía forma de tango...lástima bandoneón mi corazón.....tu ronca maldición maleva...., -una breve tos interrumpió, su canto, y prosiguió-...tus lágrimas de ron, me llevan.... hacía el hondo bajo fondo....donde el barro se suleva...-La ausencia sonora de la b intermedia de esta última palabra, se incrustó en el corazón de Eros, esa l alargada en su remplazo, lo conmovió en la oscuridad de su cama, respiró fuerte como dando una señal a Adolfo que estaba atento a su canto. No sabe por que obvió- ...ya se no me digas, tenes razón...- para casi despedir en un grito quebrado- ....la vida es una herida asurda...-Siguió hasta terminar con todas las estrofas del tango. Al final dijo, casi en un hilo de voz y con un tono que a Eros le pareció digno del tono y la acentuación utilizados en las películas que protagonizó Gardel: gracias muchachos, gracias.

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