28.8.09

Cápitulo 8 : Champán y malas noticias


Llegó el champán. Y un centelleo profundo en el corazón de los viejos.
Después de un invierno fugaz, para la mente de Eros, esos meses en que habita el frío y que en años anteriores le habían resultado eternos,- temporales bloques de escarcha circundando un continente de angustia y desasosiego- en compañía de Adolfo y de Nitti, habían transcurrido del modo de un bello relámpago helado, una sucesión de días llenos de las maravillosas erosiones del vino, y sobre todo, días de contenida y plácida emoción.
Con Adolfo había vuelto a, sí, sin lugar a dudas, después de muchos años, a emborracharse en compañía de personas, a las que cierta proximidad, las volvía un retorno fiel y agradable.
Si bien Eros reconocía en lo que llamaba “su época de bares porteños”, - cuando volvió de España para instalarse definitivamente en la Argentina-, que allí también había ingerido tanto alcohol como en España, pero de forma distinta, mucho más pausada y calma, monitoreada constantemente por el reflejo de una experiencia cercana y en las inmediaciones de una granítica soledad, así que, con la solemnidad negra de los vencidos, Eros recorría Buenos Aires buscando los bares más luminosos y los que menos trastos marginales portaran. Sabía que no podía volver a imantarse sobre algunos tipos de intensidades como tampoco podía volver a internarse en las interminables noches de carrete.
Ya no tenía la fortaleza suficiente para ello y no dudaba que el tornado infecto de la noche promulgado por el vicio, una vez dentro de él, una vez sustraído por el vértigo de sus fuerzas, de su acción centrípeta, no haría otra cosa que arrojarlo con toda su potencia, contra una pared, destruyéndolo.
Prefería por ese motivo refugiarse en bares más bien alejados del barrio en donde por aquellos años vivía, en especial salirse del circuito de las madrigueras para bebedores y tratar de buscar aquellos lugares que por lo general cierta gente elegía no para beber sino, el interior iluminado de confitería paquetas en donde de manera habitual solían encontrarse las amigas a tomar el té, algún que otro grupo de viejos homosexuales que hablaban de pintura abstracta y decoración, alguna pareja de amantes furtivos que, como Eros, suponía que ese era un lugar tabicado para ciertas miradas, en donde sorprendía a los mozos, pidiéndole una ginebra, más de una vez ante la ausencia de ginebra en el lugar había tenido que tomar, coñac, oporto o jerez, el intomable licor Stregga o el límite de lo tolerable como licores de huevo y menta, las únicas bebidas con alcohol que disponían abocadas que solían tener para acompañar algunas tortas.
Eros supone que fue la soledad de esos años, la fijeza con que sus ojos se perdían contra las paredes de esos lugares,- buscando un punto inmóvil donde enterrase, un blanco donde proyectar toda su humanidad y arrojarla, perderla, disolverla, hacer que tantos años de angustia manifiestos para siempre en su piel, se amalgamen con la materia insensible del concreto, de la mampostería que daba forma a la pared -, lo que produjo el derrame en sus ojos ,ese derrame aparentemente sin solución que hace que todavía hoy sus ojos parezcan por momentos dos guindas.
Luego de dos o tres copas partía hacía otra confitería, y así hasta que se hacía de noche y entonces, fríamente anestesiado, se acostaba a dormir.
Pero ahora había vuelto otra vez, al vertiginoso mundo de Dionisios, al Mar Rojo del licor de uvas. Hace unos días las cuentas con Adolfo dieron por resultado que, en lo transcurrido en los últimos cuatro meses, entre los dos habían tomado cerca de seiscientas botellas de vino.
En el último embarque de Tardelli, no pudieron hacer otra cosa que ofrecerle dinero a uno de los cocineros para que esconda buena parte de las cajas de vino. Lo hicieron venir bien temprano cuando las autoridades del lugar todavía no había llegado, Tardelli llegó en un auto rojo y con las cajas camufladas como provisión alimenticia para el Hogar. Toda esta movida hacia que Adolfo, Eros y hasta Nitti que no bebía, pero que colaboraba en todo lo que podía para que sus amigos, si lo pudieran hacer, sintieran segregar, otra vez, adrenalina en su cuerpo, adrenalina o algún elemento de parecía narcotizarlos con toques de vivacidad, tal vez el viejo peligro de lo prohibido volvía a ellos, para sacarlos del marasmo, de la sepulcral pasividad a la que parecían estar condenados en el confortable Sainte Claire.
Eros supone que si en el Hogar les hubiesen permitido beber no habrían pasado las entrañables peripecias que pasaron con el solo fin de tomarse una botella de vino, no hubiesen crecido como raices de baobaos, las ligaduras emocionales que lo adhieren tanto a Adolfo como a Nitti y las que se adhieren a él desde estos dos. No podía decir que era algo nuevo para él comprobar como en la adversidad, en la obstaculización, en la intemperie compartida, las cosas cobraban sin lugar a dudas rasgos épicos, una vaga pero persistente pigmentación de trascendencia y éxtasis. A veces se ponía a pensar si bebían por el mero efecto que les producía el vino o porque, en realidad se lo prohibían. Si no, se decía, por que motivo escaparse a las dos de la mañana, envueltos con las mantas térmicas de las camas del Hogar para ir a desenterrar de los pies del roble la última botella de bonarda que les quedaba. En pleno junio, con Nitti engripado, que no quiso por nada del mundo que lo dejen afuera de la excursión y que fue el que con sigilo e inteligencia utilizando el filo de una vieja tarjeta de crédito pudo abrir la puerta cerrada con llaves que da al parque. Eros vuelve a la música de esa noche, todavía le parece oír el viento que con ráfagas despiadadas arreciaba sobre los árboles siente que su nariz se llena del frío invernal de esa noche, del estupor vegetal del parque con la mitad de los árboles pelados, que todavía se derrama sobre su espalda ese baño de preciada luna, única luminosidad para guiarse entre los senderos y llegar al pie del roble de Turquía. Lo ve a Adolfo agachado a punto de desbarrancarse de su propia silla, cavando la tierra con una cuchara sopera hasta que da con el cuello de la botella, se ve a si mismo, así como a Adolfo y a Nitti como a personajes de una novela de Stevenson, como a aquella caterva de cándidos piratas, que parecía más entregados a las vicisitudes que debían correr en pos de sus tesoros que al contenido del tesoro mismo. Se ve a él mismo con el mismo tipo de cuchillo con que intento matarse unos meses atrás, clavárselo ahora al corcho, forcejeando con cuidado para que no se rompa y tironeando de costado hasta que se destapa el vino.
¿Podían estar tan locos de exponerse al frío de aquella hora, solo para tomar una botella de vino, de levantarse de sus camas, súbitamente, mientras conversaban en la oscuridad, de ya no recuerda bien que cosa?
Cree que en los ojos de Nitti, en esos cansados aunque brillantes ojos de Nitti estaba la sencilla respuesta,- volvía a decirse para sí y no lo compartía tal vez porque suponía y estaba en lo cierto que tanto Adolfo como Nitti pensaban lo mismo- en esos ojos despiertos, sumamente abiertos, que en el relente casi sólido de la penumbra de la noche los volvían tan parecido a los de un animal nictálope, a un lemúr extasiado en el corazón de un bosque de bayas frescas y dulces, en esa expresión de Nitti que parecía, sin más, haber vuelto a ingresar a la vida, y que seguramente era espejo tanto de la mirada de él como de la de Adolfo, estaba la respuesta.
La hora acostumbrada de la siesta; el sol cayendo en el parque con plenitud de octubre, un sol blanco que, sólo por momentos, debido a la intensidad, al arrebato de su fuerza ígnea que disuelve cualquier coloración que no sea el radiante fulgor, se le puede intuir algún resplandor de pixeles amarillos; las plantas que como entidades reinantes del parque hacen saber al mundo, en su resuelta voluptuosidad y propagamiento, que están en la estación de su desarrollo. Todo ha reverdecido y tomado color en los tallos, en las hojas, con el capullo de las flores. Algo de este mundo en polinización se vierte en el cuerpo de los viejos, trazando una contranalogía, por un lado la vida despiadamente plena de la fronda en flor y por otro el carcaj caduco, el organismo declinante de vitalidad de los tres amigos, sin embargo algo parece transferirse de un lado a otro, como si astutamente absorbieran, ellos también, jugos de septiembre y sabias equinocciales.
En ese hábito de exultante resurgimiento de los estallidos vegetales, Eros y Adolfo se disponen a descorchar el primer champán de la temporada, así, lo bautizan, mientras sostienen las copas con forma de tubo en sus manos, que como modo de bonificación por todo lo que le han comprado les ha traído Tardelli. Todavía mantienen algo de la paranoia del principio, el temor de que los descubran infringiendo las leyes de salud del Hogar, por eso, por segundos, cualquiera de los tres, desarticula de un movimiento la cómoda posición en que se halla dispuesto a disfrutar de la bebida, del sol y los amigos y observa los movimientos a su alrededor, tratan de adivinar cabezas vigilantes detrás de los setos o tratan de ubicar uniformes celestes caminando por los senderos. Para su suerte nada de esto ocurre, beben en paz, Adolfo y Eros, sorben el líquido burbujeante, que primero molesta en sus bocas como si se hubieran tragado un pequeña langosta viva y esta les estuviera haciendo entrechocar sus alas contra el paladar, y que luego, al tercer o cuarto sorbo recién pueden disfrutar , recién pueden advertir que el elemento efervescente de lo que están tomando es el alma de la bebida, se dan cuenta que paladeando esas burbujas, reventándolas en el interior de su bocas se encuentra lo mejor.
Parece ser que algo se complota cuando todo esta saliendo demasiado bien, ¿no?, cuando todo parece viajar en lubricados carriles de cristal de roca, -y ese todo es el mundo, y ese mundo la extensión total de nuestras percepciones en contacto con lo que está a nuestro alcance- ,y que si bien presentimos la inminente fragilidad de esa bonanza, su destino de mariposa diurna, nos parece en ese tiempo inconsciente en que por fin hemos dado por tierra con el dolor y la angustia y que ese “estar todo bien” puede, podría , en todo caso, para no pecar del todo de ilusos, ser eterno. Desde allí, desde ese pasajero paraíso, despertaron Eros y Nitti al escuchar la voz de Adolfo que les decía que los iba a tener que abandonar.

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