28.8.09

Capítulo 10: Glenda


Hay un sendero abandonado entre los límites del parque, que comienza allí casi pegado al alambrado olímpico distante pocos metros de la moderna autopista, que los saca de la verde realidad geometrica en la que habitualmente están o estuvieron durante un tiempo incrustados y los conduce sin engaños a otra complexión de la educada geografía de jardines y parques, mucho más vasta y salvaje. El sendero los lleva del civilizado y racional corte estético del jardín central -bajo una lluvia de exuberantes ramas de lambertiana chorreantes de savia color caramelo- a frondas selváticas y monumentales. Un paisaje digno de las peores pesadillas creativas de Herzog o sencillamente a una acostumbrado fondo escénico de la novelitas de Rice Burrouhg, como si el arquitecto en el momento de diseñar el ámbito exterior del Hogar Sainte Claire, en un acto anticipatorio y cordial, con más deliberación que torpeza geométrica, hubiera tenido en cuenta que tres viejos amigos se reunirían allí, con gran asiduidad, durante las largas tardes de varios años, a deambular, a extraviarse como tres aves escindidas del resto de la bandada, sin dirección ni destino y sin el menor indicio de donde querer, como quien dice, llegar, pero en cambio alimentados con el furor narcótico y directo de la más plena, sí, de la mas plena, sea lo que carajo sea, libertad.
Oculta bajo el cortinado de ramas de los pinos lambertiana, esta bifurcación en el camino constituye de por si y sin que nada más lo preanuncie el inicio del sendero por donde , los tres viejos encaminan sus sillas, es un sector perdido, extraviado podríamos decir, del lugar, un camino que a raíz de su condición de inconducente y obsoleto causando el mismo efecto que las escaleras posmodernas de los dibujos de Escher, ni los hombres encargados de cuidar el parque visitan de forma alguna y que la profusión espesa de vegetación en su más variada gama de especies ha ganado, de modo inclaudicable, para su causa, cubriendo todo de una techumbre de jungla de manglares y erigiendo impenetrables muros de madera creciente; en la capa de asfalto del camino , ya apenas perceptible se pudren y se amontonan sedimentos de hojas y ramas que la humedad va preservando en capas cada vez más negras , adheridas entre sí, conformando una costra oscura de largo tiempo.
Ahora es, el espacio perfecto, el lugar preferido por los tres, se podría decir que desde hace unos meses se han mudado de la aristocrática sombra del roble de Turquía hacía esta artería marginal y anónima, que para muchos de los moradores del Hogar incluyendo al personal es totalmente desconocida. Los tres sienten como si la relación que los une también se trasladara a una representación en el territorio que ocupan. Después de varios años, que podrían ser cuatro , cinco, con el mismo y enorme regocijo que sienten los niños ante espacios secretos que desde el primer momento de descubrirlo sienten de ellos, efecto que suelen causar sótanos y altillos abandonados, así también como casas deshabitadas o baldíos cercados por altos tapiales- han inaugurado un nuevo lugar para sus encuentros, pasando del escenario central presidido por el mágnanimo roble de Turquía,- allí casi en el epicentro de lo que las terrazas de piedra formarían un anfiteatro y que de alguna forma representara, para, sí, para el teatro de la mente, el gran inicio de una amistad, con su emplazamiento pomposo y grandilocuente, como si todo comienzo lo necesitara, su ámbito de suficiencia y su paisaje apto para los grandes encuentros-, a este lúgubre canal, que a Eros no le cuesta emparentar con un pasaje de la selva filipina, que conoce de viejas películas de la Segunda Guerra, y que en este juego de representaciones como dijimos, sí, del teatro de la mente, sería el espacio donde la amistad deja su ciclo de luces, abandona sus movimientos planos, su previsible y clara amenidad estructural, y sobre todo se franquean todas las envolturas, para internarse de lleno en la compleja trama de la intimidad, allí donde, casi nada se esconde y donde las sensaciones más elaboradas por el dolor, la angustia, la desolación, son compartidas por sus partes, como si compusieran entre todos, irreversiblemente mancomunados, una misma superficie física y mental.
Adolfo refuerza la idea de Eros de ser los tres, -corps del 10 de infanteria de Mac Arthur en las Filipinas- , abriendo con un largo palo de ciprés, que blande en su huesuda mano derecha como un machete, una abigarrada pared de enredaderas que cuelgan de lo alto de un árbol. Tanto Eros como Nitti suponen casi sin margen de error posible que el inútil trabajo de desforestación que efectúa Adolfo con su palo no tiene más motivos que, los mismos que tienen por objeto los juegos compulsivos de los niños, una descarga de energía contra un blanco u objetivo que como sola condición lúdica antepone un mínimo de resistencia a la fuerza con que se le arremete, como si tras vencer ese enrejado vegetal, Adolfo se correspondiera con la obtención de algún logro, con una satisfacción infantil y primaria. Por eso los dos, sumidos en sus profundos placeres de contemplación de la naturaleza, en el estilizado capricho de sus húmedas flores y alfombrados musgos lo dejan a Adolfo jugar hasta que se canse, se aburra o termine de descargar los cúmulos de tensión que se debaten entre sus músculos.
Desde que, por motivos, económicos; por la supresión total de la jubilación de Adolfo y también de salud, tanto Adolfo como Eros fueron advertidos por del médico de que sus sistemas hepáticos estaban al borde de un colapso por segunda vez , han dejado bastante, por no decir, que han dejado completamente de beber, solo Adolfo continúa con sus dosis de wisky o coñac antes de dormirse, por eso están atentos a las reacciones de Adolfo que de vez en cuando tiene ciertos accesos de abstinencia que manifiesta en forma un tanto violenta ya sea multiplicando sus exabruptos diarios o cayendo en momentáneas huellas de depresión meramente de origen adictivo, donde no obstante la profundidad y peligrosidad de su alcance, sus dos amigos, de una forma u otra siempre hallan los recursos necesarios para rescatarlo de esas caídas.
Desde que han sentado lugar en las inmediaciones de las Filipinas; Nitti ha procurado con llamativo empecinamiento buscar el modo de encausar una extraña perspectiva ,mueve su silla de un lugar a otro esquivando todo tipo de troncos y sedimento vegetal, a fin de obtener el ángulo más propicio para el desarrollo de su dibujo, ha estado experimentando diversos trazos con su lápiz, Eros se ha deleitado ,-mientras fumaba varios cigarrillos y bebía desde el pico de una pequeña cantimplora, según prescrición médica, dulces tragos de agua de Jamaica- observando a su amigo Nitti en acción, los dedos arrastrando el lápiz con extrema pericia y desorbitante rapidez, acostándolo hasta dejarlo casi perpendicular a la hoja, obteniendo de ese movimiento un difuminado de sombras, oscuro y muy marcado. Nitti clavaba sus ojos en los entramados más cargados de ramas y por unos minutos parecía presa de una suerte de hipnosis, desde allí, desde ese trance, trasladaba impulsos para su mano. Evidentemente no copiaba lo que veía, no tenía entre sus objetivos, reproducir el techo de ramificaciones que estaba mirando, que fue lo primero que pensó Eros sino, - después le daría estas explicaciones a su amigo, que perplejo ante la técnica empleada no resistió en preguntarle- que dejaba caer en el río de su componente creador, el volumen de las anfractuosidades que se producían entre la materia arbórea, ese objeto tridimensional de sombras, captado para quien sabe que proyecto estético -y que a modo de explicación para Eros, y en palabras puras de Nitti, como si estuviera leyendo un complejo tratado -, conformaban una búsqueda evanescente aunque continua del desplazamiento y la condensación de la profundidad.
Adolfo vuelve a arremeter con el palo, ahora encaramado contra un arbusto de pequeños frutos rojos, haciendo que los impactos sus mandobles se vuelvan cada vez más violentos y su cuerpo estirado hacia delante mantenga un precario equilibrio, Eros observa la base de su silla y ve como esta se levanta del suelo y se mueve a cada golpe. Lo deja que siga, observa como los ojos de Adolfo se mimetizan con el movimiento veloz y artero del palo ,haciendo que de sus ojos, dos llameantes huecos negros, también descienda una descarga furiosa contra la planta.
Eros asimila en su espectro interior el cuadro que los tres mandriles ancianos están representando en ese rincón inhóspito del parque, aislados y encerrados entre esa basáltica masa de vegetación, puede sustraerse de su persona para observarse en conjunto con sus dos amigos. Mira al viejo loco cada vez más enfurecido con su machete, ahora luchando con una enorme araña de patas celestes surgida de la maleza ha la que intenta aplastar con la punta del palo, mira a Nitti, su figura ultradelgada casi imperceptible por el contraste con la inmensa varidad de troncos que los circundan, mira sus grandes ojos detrás del marco dorado de las gafas y sus dedos trepidantes de movimientos como si estuviera a punto de escarbar, de hundir su mano en la hoja, se observa a si mismo, a Eros, al último mandril anciano de la selva, esta vez en tercera persona, lo observa invadido por completo de las actividades de sus compañeros, mas allá de mantenerse al margen de sus ataques, él también es parte de esos procesos, también el descarga, con Adolfo el machete sobre las plantas, también el se comprime y descomprime a cada golpe efectuado sobre la resistencia elástica de las enredaderas, también lanza sus ojos a lo alto de las plantas para sumergirse en el baño oscuro de sus anfractuosidades, también siente que su mano se mueve con la electricidad activa de la posesión artística.
La reflexión acerca de lo que estos elementos circunstanciales le proponían no llegó a producirce, los sollozos de Adolfo, mezclándose con los jadeos que le producía el esfuerzo con que impulsaba el palo, lo hicieron desplazarse a otro plano de atención, también Nitti suspendió abruptamente su dibujo y dirigió su mirada a Adolfo. No les costó identificar el llanto, separarlo de las rudas hesitaciones del cansancio. Los dos, perplejos y alelados, no esperaban, para esta tarde, tal desenlace.
En las inmediaciones prenocturnales del parque, en el manto de resplandores ambarinos que lo cubre, parte del pasado de Adolfo se comenzó a derramar con el estrépito de la caída de un caldera maestra , como nunca había sucedido, de espaldas a ellos, entre expresiones de angustia, nombraba a una mujer que , tanto Eros como Nitti, no tardaron en identificar como la mujer con la que Adolfo había compartido la mayor parte de su vida. Indudablemente su esposa por instantes pero que se mezclaba con la sombra lasciva de algun roce del presente. La nombraba con voz por momentos queda y por otro irradiando el más tremebundo de los furores, repasaba inconexo o surrealista, partes de su cuerpo, tetas lechosas, pies de princesa y situaciones vividas en su compañía, un extenso catálogo o de bitácora carnal devenido en un tortuoso y evocativo mantra con ecos de epifanía. Había en Adolfo algo de culpa y de regresión, como si algo del presente, esa fiera insomne y permanentemente viva, estuviera hincándole los afilados dientes hasta herirlo en alguna zona vulnerable del pasado. Nadie dijo nada, dejaron que Adolfo desagote del turbión de angustia. Cuando giró su silla y los miró, les dijo que no le presten atención <>, . En realidad, en forma indirecta ya había dicho lo que tenia que decir para que sus dos amigos lo escuchen. Situó su silla entre la de Eros y Nitti, extendió sus dos brazos en cruz, bajó el mentón y los tomó primero levemente y después con fuerza de los hombros. Dirigió la retirada, ahora en absoluta calma hacia el interior del Hogar. En el camino, mientras se deslizaban por el asfalto de uno de los senderos principales, Adolfo les habló de Glenda Thompson, la mujer que contratada por el Sainte Claire desde hacía un mes tenía la tarea de bañarlos los martes y los jueves.

No hay comentarios:

Publicar un comentario