28.8.09

Capítulo 11: En el corazón de Glenda


Hay en el cuerpo de Glenda, -si no fueramos, piensa Eros, tan escépticos en contemplaciones verdaderamente místicas- un núcleo angélico, el quantum de una posesión divina que emanando directamente de su belleza podría llevarnos a un plano de religiosidad, de devoción incluso, de acarrearnos como corderos hacía una creencia superior, más allá de la razón. Como si en esa extensión que contiene, de derecha a izquierda, primero: sus largas y modeladas piernas, ahora con sus rodillas flexionadas hacia atrás para que pueda caber en la cama; su espalda descubierta igual que si fuera la pista de aterrizaje de los más extraordinarios encantos del mundo, de la que sobresalen las leves ondulaciones de sus homóplatos; en su cuello y su nuca que, debido al último movimiento que ha ejecutado para sentirse cómoda se ha descubierto de su cabellera, y han quedado desnudos y plenos de una iridiscente indefensión, en ese medio escorzo que Eros contempla desde el borde de la cama, un núcleo angelical, el quantum de una posesión divina, dijimos, algo insondable y de condición sobrehumana que se desprende del fondo de esa mujer, y que ni siquiera el tatuaje un poco desdibujado de Tweety entre matices celestes y amarillos en el centro de su nuca, ni la cicatriz producto de una operación que se asienta longitudinal sobre uno de los flancos de la espalda logran opacar el misterio que se va forjando desde sus partículas interiores y que atravesando su piel, de adentro hacía afuera, como diminutos rayos, sigue su curso a través de su ropa, en este caso de su vestido rojo y se instala, centelleante y palpable, en todo el contorno de su cuerpo, como si el espectro de una luz empañada y cálida la circundara y la noble Glenda se transformara, de un momento a otro, en el lapso que dura de un parpadeo de Eros a otro, en la estampita de una diosa pop, en la esfinge torneada de una neosanta a la que veneran, entre otros paganos, los adictos al deseo primordial.
Eros se resfriega los ojos, con la parte interna de sus índices, los hace girar lentamente sobre sus párpados, es el momento de mirar a Glenda, es el largo instante en poseerla ya no desde la inmensa y desbordante carnalidad del sexo, sino como una secuencia inseparable de la anterior, desde la red ambiciosa de sus ojos que intenta llevarse para siempre el crepúsculo llameante del momento que han pasado, grabarlo en la madera de su memoria, dejarlo filmado en el celuloide de su sangre, retener si tuviera un medio tangible y mecánico, digo en su propio intelecto, este reposo, este dormitar silencioso y seráfico de Glenda acostada en la cabecera de su cama, cruzada de forma transversal sobre las almohadas, cosa que requiere, sospecha Eros dado que esta casi dormida, un delicado equilibrio emanado desde un plano inconsciente y que la preservaría de una virtual caída, Eros se consuela con su vago mirar, con el estremecimiento que le producen sus labios semiabiertos, con un toque indudable de colágeno x, lo que los hace portadores de una dureza húmeda y de un rictus ahora que duerme, más que sensuales, divertidos e infantiles, se contenta ya que definitivamente es incapaz, ya que no a abierto en el interior de su cerebro esos sensores que, intenta sospechar, deberían existir para asimilar indelebles y plenos de vivacidad, todos estos actos, prestos a coexistir en estado permanente con el devenir del tiempo próximo y de esta forma preservar el engaño de ser, solo sombras de sombras de la memoria, en tristes cuentas, falsificaciones que con el ardid en una fina tramoya nos castiga el recuerdo.
Adolfo, es desde hace un tiempo un guardia pretoriano, se a instalado con su silla, en un lugar cerca de la puerta de la habitación y vigila que nadie, por nada del mundo interrumpa a su amigo Eros. Mutuamente se han entrenado para inventar cualquier excusa en caso de que alguien ya sea algunas de las otras empleadas del Hogar o alguno de los médicos o parte del personal administravivo, quiera ingresar a la habitación. Cuando está con Glenda custodia Adolfo y viceversa. Días atrás, cuando decidieron pasar la, sí, la escena del amor del baño a la cama, cuando entre los tres decidieron salir de la complicada superficie del baño, de su ya incómoda geografía de sanitarios, grifos y espejos para trasladarse al rincón íntimo y mullido de la habitación, Eros tuvo que detener fingiendo una atroz descompostura a una de las chicas de limpieza que quería ingresar a toda costa en búsqueda de una cadenita de oro que había extraviado. Nitti que por decisión propia, -acusando entre otras cosas un problema en la próstata pero más que nada, ya que lo de la próstata era en verdad algo anecdotico, dandoles a entender que ya había plantado definitivamente bandera en cuestiones sexuales- a quedado al margen de esta historia también colabora con la causa, no solo con dinero, sino también tabicando con su silla una de las entradas del pasillo central, cuando alguno de sus amigos esta con Glenda, retiene y demora a cualquier persona sospechosa de venir a interrumpir.
De mas está decir que los días transcurren , para Adolfo y para Eros con el ímpetu salvaje de un pura sangre lanzado en carrera, empeñados en levantase a cada mañana intentando, la nada fácil hazaña, que el pesado carruaje de sus cueros y sus huesos, se equipare, al menos un poco, se mimetice un poco con el veloz desarrollo de sus desplegadas ansias, con el trayecto definido de sus marcados espíritus dionisiacos. De hecho han solicitado a Mc Tinner, unos de los médicos más jóvenes, la preparación de un cóctel vitamínico que los mantenga tan vivos como pretenden estar, que el shock vital que les ha insuflado la aparición de Glenda se mantenga en ellos, del modo que sea. Demasiado dificultoso para los dos fue aceptar la castración natural que el ciclo biólogico implacablemente les impuso, el cese progresivo de toda actividad amatoria, en cualquiera de sus formas, ver como declinaron hasta que forma se fueron hundiendo en ese nicho real de la vejez y de la pasividad total. Así que ahora, no hay que ni quién los detenga, los dos hombre que creían saldada hace ya mucho tiempo sus cuenta con las mujeres, los dos viejitos que se habían entregado como corderos a la terrible realidad de su organismo, olvidando casi por completo el significado de un cuerpo de mujer, de su preciado aroma y de la seda insustituible de su piel, se ven ahora, otra vez en la ruta ascendente de sus pasiones, en un tour peligroso, tal vez para sus duros aunque débiles corazones.
Adolfo le ha dicho a Eros que no le importaría que su corazón, excitado por el SiaGra, se detenga justo en el momento de estar con Glenda –morir en la horqueta- así a dicho Adolfo. Eros que concibió muchas formas heroicas de morir, que pasó sus años de juventud, sin dudar de cual era la mejor forma de dejar este mundo, comparte, con la complicidad de un gesto aprobatorio, aunque el velo de una antigua concepción le reste nitidez , lo que su amigo ha expresado.
La voz de Glenda se esparce por toda la habitación, se dispara como metralla orgánica desde el fondo de su garganta. Después de haber permanecido dormida por unos minutos junto a Eros, maravillándolo con toda la sutileza de su cuerpo en suspensión casi hipnótica, lo ha sorprendido, como si buena parte de ella emergiera de una pesadilla, con el dejo de una voz destemplada, distinta al caudal dulce y habitual.
Sus ojos aún presas de las circunvoluciones del sueño, de ese girar invisible de las pupilas pero, que dan a la mirada una expresión giratoria, se afirman en la de Eros que sobresaltado, solo es oído para escuchar a Glenda.
Estoy en problemas- le dice mientras una lágrima rueda indócil por una de sus mejillas y su voz, sus palabras que denotan un acento extranjero -y que pronto Eros sabrá , que es la voz de una mujer nacida, en los Estados Unidos más precisamente en Austin, Texas- buscan que la angustia les deje paso para poder expresar lo que tienen que decir.

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