28.8.09

Capítulo 14: Un Blues para Glenda


A ninguno le importa pensar que Glenda, - es una de las posibilidades que cabe y cada uno en solitario aunque con levedad y en forma poco profunda ya ha sopesado- los ha utilizado para zafarse de Di Maggio, que la bella Glenda fue urdiendo una contumaz y efectiva estrategia para llevar a cabo un plan, que en definitiva no tenía otro fin que eliminar a un maldito hijo de perra que la estaba otra vez, comenzado a acosar, a maltratar y según Glenda que le había prometido una muerte lenta y tortuosa, un pequeño infierno a su medida en venganza por los disparos que ella le había efectuado sin demasiada suerte en el living de su casa en Austin antes de escapar, de convertirse en prófuga de la justicia norteamericana y de llegar a Sainte Claire con el nombre cambiado, con identidad falsa.
Ninguno de los tres va a saber nunca, si en verdad Glenda fue o es un ángel, un ser enviado desde otro lugar, un ente sexual dispuesto a enamorarlos a arracarles a fuerza de besos y de succiones toda la muerte contenida y depositada en sus cuerpos o si sólo fue una mujer desesperada que llevando a cabo un inteligente ardid supo hacer que tres hombres próximos a la muerte, perdidos en el sur del continente, despejen de su vida esa amenaza que estaba, en cualquier momento, por acabar con ella. A los tres les gusta sopesar esta primera posibilidad, salvo Nitti, ni Eros ni Adolfo, han sido jamas en sus vidas seres propensos a lo que llaman pensamiento mágico, más bien han sido duramente lógicos, mezquinamente racionales, aunque uno, se podría decir, llevado por años en la vertiente de una utopía romántica, a condescendido, por momentos y según los filósofos y sociólogos de moda, a movimientos irracionales de su ser ;y otro nunca a dejado de creer en el falso panteón de la sabiduría barrial, en su ancestral y oscuro vademecum apócrifo, desde santos populares y sus hechicerías de ruda y barritas de azufre a diversos modos de curaciones de orden esotérico, en mitos y supersticiones enraizados desde hace tiempo en el imaginario de las clases populares.
El viejo dibujante, que si se quiere, a sido, diríamos, el menos beneficiado por los encantos carnales de Glenda,- esto si arbitrariamente tomamos mas en cuenta el poder contrastante de la materia activa del amor y lo superponemos al del roce platónico que, pensandolo bien, en el caso de Nitti produciría un trance más denso que el de la propia sexualidad- es el que más insiste con la teoría, ahora que tratan de despejarse en los senderos más luminosos del parque, buscando las zonas menos clandestinas, como si estuvieran exponiendo a todos y sin que les importe nada, un claro dolor de forma oficial, vuelve a repetir que Glenda es un ángel que le cuesta creer que esté muerta, que seguramente, estará en una nueva misión en algún otro lugar del planeta, acercándoles a algún tipo de desangelados como ellos, un motivo de aliento un nuevo vértigo por el cual seguir viviendo con algo de alegría.
Eros va encendiendo cigarrillos cada vez con más frecuencia, mandando humo a sus pulmones con fuerza, haciendo caso omiso, a Adolfo que le ha dicho sencillamente, que pare la mano -y que han sido dentro de un estado general de mutismo las palabras más fuertes, la única expresión clara y definida desde que le han comunicado que Glenda T. murió en un accidente de autos en la autopista del Sur mientras venia a Sainte Claire - Eros dejando atrás una compacta nube de humo gris busca, adelantando con el acelerador su silla unos cuantos metros por delante de sus dos amigos, encontrarle la música, el cauce si se quiere literario, de mito o fábula, de cuento o epifanía, a la teoría del ángel con la que insiste Nitti.
La música es un blues, la voz de Tom Waits, la fábula parece escrita por el mejor Leonard Cohen o el más poetico Lou Reed, trata de una chica, que haciendose pasar por prostituta para cubrir su condición sobrenatural de ángel, desciende en distintas ciudades buscando a los hombres más heridos por los negros avatares del mundo ¿No?, para apaciguar su dolor; su sexo, su piel, el fulgor de sus ojos es la droga perfecta para estas almas torturadas, que nunca sabrán el motivo del advenimiento de esta santa del deseo, el precio definitivo que tienen que pagar es muy caro, el ángel vaginal desaparece siempre de forma trágica.
Eros imagina esa música, el blues contrabandea algunas notas de tango, algún arpegio celestial de Piazzola para dar la sensación de milagro urbano, está sumido en esta construcción, él que nunca compuso nada pero que siempre fue un escucha atento y devoto de los grandes poetas del rock se solaza, es la única forma que encuentra con los presupuestos ofrendados por ellos para imaginar su fábula canción.
Adolfo lo alcanza con su silla ubicandose a la par y sorprendiendolo en pleno canturreo desolado.
Eros advierte su cercanía a través de la sombra que este proyecta sobre su rostro y cesa de repente su improvisada estrofa final. La proximidad de su amigo irradia un repetido desorden pulsional, el cuerpo de Adolfo late de la misma forma que en la noche en que Lila se despacho con la funesta noticia del accidente, esas vibraciones conmovidas en toda su piel, que parecen descender de lo alto de un cúmulo de tristeza, dolor y hastío. Eros lo sabe porque juntos se abrazaron y lloraron como dos chicos inconsolables, en la oscuridad de la pieza, apretados como dos hermanos ante la muerte de la madre, sintiendo el corazón uno del otro, uno contra otro, como el latido agitado de un caballo moribundo, la intimidad del llanto de Adolfo cruzándole toda su línea de sensibilidad, la expansión incolora de su dolor llegando a su pecho de la misma forma en que la emanaciones turbulentas de su cuerpo emocionado llegarían a las zonas de percepción de Adolfo. Esa noche Nitti se acercó a sus dos amigos, se desplazó con su silla hasta quedar en medio de los dos y los cubrió con sus dos largos y flacos brazos tratando de alguna forma de calmarlos.
No quieren mirarse de frente, temen que sus miradas al cruzarse entren en un diálogo agudo que potenciara el dolor y alimentara el sufrimiento. Los ojos de Eros miran sin mirar el fondo de infinitos verdes del parque, Adolfo se pierde en un fractal de luces y ecos de sonidos ambiguos que surgen de los pájaros y de los árboles más próximos - caballos que tiran de un mismo carro, que evitan pasarle al otro más de su propio peso. Ninguno de los dos se atreve a confesar el intimo amor que sentían por Glenda, a ese sentimiento palpable y verdadero, que iba mucho más allá de los escarceos sexuales, de esa suerte de reerotización a la que los había guiado Glenda y que solo era una mínima parte de ese, ahora lo saben bien, otro paroxismo.
O sea que ahora son dos especies de viudos de la misma mujer. Comparten un luto inigualablemente dolorido. No saben bien como van a salir de esta, no lo saben y ese hilo de dolor que los atraviesa de lado a lado y que por un buen tiempo ,saben, apenas si los va a dejar respirar, se tensa cada vez más, haciendo que la angustia los tenga mudos, insomnes, marionetas, sombras espectrales de una tragedia inexplicable y aceleren, -después de beber cada uno un largo trago de la petaca de cogñac- sus sillas por el sendero central como si tuvieran la intención de seguir de largo y no detenerse nunca de terminar por estrellarse, de reventarse los sesos contra el macizo de tilos y fresnos que hay al final del camino, como si quisieran revivir el mismo vértigo final de Glenda conduciendo su automóvil por la autopista instantes antes de chocar contra los pilares que sostienen el puente, trasladarse en un viaje catastrófico y terminal al núcleo de la velocidad, a ese movimiento mortífero, y a ese estrépito de metal y motores en colisión, sobre todo, surcar un recorrido espacial que los una, en la experiencia revivida con algo de Glenda.
Antes de llegar, como si no pudieran haber ingresado a ninguna zona de contacto con el cuerpo de la mujer, deshauciados, desaceleran .

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