28.8.09

Capítulo 13: Matar a Di Maggio


La media sonrisa falsa de Tardelli, en realidad el halo de su espectro tarda en disolverse del aire parece como si todavía permaneciera en ese punto ingrávido donde ahora aletean unas moscas. Nitti tal vez sugestionado por esta visión le pregunta a Adolfo si hay probabilidades de que Tardelli los delate, que presa de algún tipo de temor les vaya con el cuento a las autoridades del Hogar o peor a la misma policía. En cambio Eros está tranquilo. Notó que el tipo se manejo con total soltura y confianza y sobre todo con total desinterés por lo ellos que iban a hacer con las armas no preanunció el calibre, no preguntó nada, apenas si dio unas mínimas instrucciones de cómo activar el silenciador. Solo se escuchará un zumbido, dijo y se marchó por la puerta lateral del Sainte Claire, pensando que tal vez, sus clientes habían decidido matar el tiempo jugando a la ruleta rusa.
Las armas llegaron, - tras una breve gestión de Adolfo – como dijimos de la mano de Tardelli, las mismas armas que ahora, con cuidado y meticulosidad, luego de haberlas tomado de las manos de sus dos amigos, son envueltas por Eros en una toalla y después en una bolsa de nylon. Los tres modernos revólveres, todavía calientes, todavía con el fantasma de la pólvora rodeándolos como un aura y con el fragor caliente de los disparos en sus caños se entrechocan produciendo un pesado retumbe metálico.
Con las armas apoyadas sobre su falda y bajando un poco la vista hacia el piso, Eros observa él cadáver de Michael Di Maggio, el macizo cuerpo del norteamericano, traspasado por los impactos de los tres revólveres, que ahora tumbado boca abajo, apenas ladeado el tronco hacía la izquierda, con la cara enterrada en una montaña de hojas caídas, yace en el fondo del callejón central de Filipinas, como si no se animara a volver la vista, a mirar de frente si esto fuera posible, a los tres viejos que casi simultáneamente, con la diferencia de escasos segundos, - después de traerlo a este lugar con la excusas de ejecutar un gran negocio- disparando sus armas, lo han sacado, de un momento a otro, del juego de la vida.
Eros ayuda a Adolfo a descubrir la fosa que juntos, - utilizando dos pequeñas palas de jardín y alternandose para tirarse al piso- con extraordinario esfuerzo cavaron el día anterior y que Nitti con intensa dedicación igual si estuviera componiendo alguna de sus obras ha camuflado de manera excepcional, imposible de advertir. Tironean de las ramas más largas, intentando no producir demasiado ruido y sobre todo resguardandose, mientras se agachan forcejeando, de no caer de sus sillas. Nitti les dice que solo deben correr la rama de palmera, que moviéndola hacia fuera, todo lo que recubre y oculta la fosa caerá adentro, por algo lo diseñé de ese modo, les dice con un cierto mohín de enojo como si no hubieran advertido que su labor no era un trabajo cualquiera, sino un sincronizado entramado de ramajes dispuesto a desaparecer con el movimiento indicado.
Con una soga que se han procurado dentro del Hogar, arrastran costosamente al muerto, lo arrastran hasta el borde de la fosa hasta que ya no hay tierra firme que lo sostenga así que después de una pirueta grotesca como un muñeco relleno de arena se desploma en su interior.
La satisfacción por lo que han hecho se mezcla en esos momentos con sombras oscuras de la conciencia. El hecho de haber liberado a Glenda del infeliz Michael Di Maggio mantiene, en los tres, una expresión triunfal, más que esto se podría decir, parece como si todo su ser, - y no esta mal decir que en estos momentos los tres, aunque suene imposible parezcan no tres individualidades autónomas, independientes en sus formas y en sus contenidos sino más bien uno, una sola entidad donde a través de un acto terrible se han fundido- flameara como una bandera de dignidad y de justicia sobre los escombros negros de mundo. Saben que han contribuido a una causa justa, a su modo, es verdad, pero suponen, están casi seguros diríamos, que de una manera expeditivamente heroica, han eliminado algo que producía dolor y miseria en el mundo.
Como contrapartida; el sudor en la manos, en la planta de los pies, la sangre espesa por el solo hecho de ver sangre, como si hormigueara dentro de sus viejas arterias y perdiera fluidez en la circulación. La agitación que alcanzó su pico en el momento de disparar y que desde ese instante se ha instalado en su pecho como un insecto gigante que no para de hacer vibrar su alas. Algunas monedas que se pagan por el precio de la muerte, piensa ese cuerpo que conforman tres individuos.
Es Adolfo el primero en comenzar a rellenar la fosa de tierra, no sabe por que, quiere que la tarea esté concluida antes de que el sol se difumine por completo en lo alto del jardín y las plantas premonstruosas del lugar engendren su galería de sombras. Ha tomado la pala y con dificultad primero, hasta que comienza a descubrir los terrones más blandos y con ligereza después, barre con buena parte del montículo de tierra al borde de la fosa, sus ojos, se llenan de polvo, se inflaman de esfuerzo y también del curso de sus pensamientos, igual que si se revelara en forma corpórea delante de su vista, revive la escena final de la muerte de Di Maggio, sabe que no debe hacerlo, que se debe mantener frío hasta, por los menos una cuantas horas después, si pudiéramos despejar su paisaje mental, adentrarnos en su compleja trama, advertiríamos, que no es tanto el flash de la muerte cercana lo que lo sostiene sumido en esa posición mental sino un interrogatorio, una duda o una certeza que lo aproxima a muertes anteriores, a su brazo ejecutando de la misma manera que lo ha hecho con el norteamericano, el disparo, la muerte en el interior de otros hombres. Socava en su interior, algo que no es él se interna pasado adentro, algo que no es el, o no lo quiere reconocer como propio, quiere iluminar la memoria, pero su fuerza reactiva lo vuelve a la superficie y mira primero a Nitti y después a Eros, - queriendo constatar que realmente han matado a Di Maggio, si al miserable de Michael Di Maggio, al demonio de Glenda y no a otro, ni a otros-, sí del modo exacto y tal como lo habían planeado con anterioridad con Eros, en los confines secretos del Hogar Sainte Claire.
Acostumbrado también a matar y a morir, tan oneroso, lo primero como lo segundo, pensaría Eros, su viejo cuerpo es un fluctuante río de sensaciones, por su piel, como expresión extrema de las latidos interiores, corre frío y calor, vaharadas de temperaturas varias, piensa pedirle a Adolfo la petaca de cogñac que sabe debe guardar, en el interior de alguno de sus bolsillos, precisa estabilizar su cuerpo, mientras colabora con Adolfo tirando tierra a la fosa, mira el cuerpo del yanqui, lo que queda aun sin cubrir del muerto, parte de la nuca y la espalda, allí donde luego de haber ingresado por el vientre y el pecho, las balas han cavado su orificio de salida. Clava sus ojos en esos borbotones de sangre ya coagulada, piensa en el metal veloz desgarrando con un trazo recto y prolijo, el interior de la carne. Sabe que no hay dolor en ese momento, apenas la quemazón de un fuego, como un trago de aguardiente pero ingerido directamente con el pecho, después el impacto casi abrupto de la oscuridad circundándolo todo como si una noche prematura se cerniera en lo alto del mediodía declarando, omnipotente y festiva, el cese de toda actividad vital.
Al igual que Adolfo, el contacto directo con la muerte, lo ha preparado para no conmoverse demasiado, pero eso que se escapa a la malla protectora de la sensibilidad, eso que se cuela y que es imposible, piensa Eros de retener, y que se le adhiere en el pecho como dijimos, como un insecto gigante que le desacompasa el ritmo cardíaco, que hace que su sangre no fluya con la claridad arterial que debería tener, lo filtra, llenándolo de inmensidades de incertidumbres, hasta dejarlo, por un rato, en una impotente reflexión que versa como ha versado en su juventud sobre la imposibilidad, de convertirse del todo, en una máquina fría de matar sin que esto afecte las zonas mucilaginosas de la percepción del mundo, de la relación, primordial diríamos, entre los hombres.
Nitti, tal vez por ser la primera y única vez que mataba a un hombre, es el menos afectado tanto de euforia como de culpa, se ve amparado en el eje que conforman sus dos amigos y deja que todo vestigio de intensidad salga de su cuerpo y se lo lleven las almas atormentadas de sus amigos. Un movimiento artístico sin lugar a dudas, como el fino trazo de su lápiz, una finta a lo sucedido que no tardará por lo visto, en encontrarse de cara, a la realidad del crimen. Se siente leve y con la conciencia calma. Está seguro de haber ejecutado un acto, del que se va a sentir orgulloso en lo que le reste de vida, jamás pensó en matar a un hombre para salvar a una mujer. Su pensamiento en claro y transparente, aunque mientras apisona con un palo lo que sería la tumba de Di Maggio un vértigo infinito lo lleva a desmayarse -a irse de boca contra el piso, si Adolfo no lo para en seco apoyando su firme brazo en su pecho- y a impedir que sea el que desde su celular, como habían calculado no bien terminen la tarea, sea el que le avise a Glenda que este tranquila, que todo ha acabado.
Hay algo de tragicómico, si nos situamos por ejemplo, sobre una de copas de los cipreses de las Filipinas y observamos desde allí arriba a Adolfo y a Eros luchar con el celular de Nitti, putear contra la tecnología, porque no lo saben usar y sin embargo, apretando tanto botones que cabeza contra cabeza como dos niños ensimismados en un videojuego, logran escribir el mensaje que le habían prometido a Glenda, logran que este se envie, “La cena esta servida, amor”.

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