28.9.09

Capítulo 22: Submundo


El chico esta a punto de gritar. Gritar , llorar, no sabe.
Algo que no puede desentrañar con claridad también lo conmina ha tirarse- poseído como está por un arrebato inexplicable- por la ventana del subte o - opción inversa y contraria a la primera y a decir verdad la que más lo perturba: correr los cuatro pasos que lo separan de Eros y arrojarse a los brazos de ese abuelo anónimo transitado de punta a punta de su cuerpo por una energía lejana e insondable.
Una mueca de sus labios que sube, un fruncirse de su nariz, un blanqueamiento total del rostro que de un momento a otro se vuelve púrpua, es decir, si esto fuera para el chico controlable una indecisión facial que transforma su pequeño rostro en un Kandinsky de imprecisiones gestuales impide saber con certeza que tipo de sensación en realidad está experimentando. No lo hace todavía . A modo de consuelo presiente en la precariedad de su fuero íntimo, en esa incipiente construcción donde todavía no se han revelado y muchos menos asentado los pilares oscuros de la recepción prepúber que lo que esta viendo podría ser más nada el producto de su imaginación construida en la genética de la nueva programación hologramada y ejercitada con los héroes y villanos iridiscentes y pixelados que pueblan su mente desde su pantalla de video, que desde que nació oficia más o menos de lo que podría denominarse el mundo que lo contiene. Entonces Eros es en este momento Scorfax, Old Little Monster, el cojo Jones o Guatarazú, más que algo perteneciente a la maravilla sólida de la realidad. Ese viejo que tiene enfrente de sus ojos sentado en esa moderna silla ortopédica y que a su vez lo observa con mirada desbordante como queriendo extraer de su incipiente almita humana algo que él, subjetividad inocente, nunca podría reconocer, lo intimida. Esta verdaderamente asustado. Contiene el grito o el llanto solo por vergüenza o porque todavía no puede dar crédito verdadero a ese viejo. Intentando detener el alto grado de sugestión que desde hace un rato largo se viene incubando en su cabeza, con las manos tiesas y disimulando su temor se aferra cada vez con más fuerza a la pierna de su madre- una joven mujer de cabellera teñida de azul que desde que ha subido al subte ha estado enfrascada en la pantalla de su ordenador de bolsillo estudiando los colores de una nueva línea de cosméticos. El rostro impertérrito del niño es lo único que los ojos de Eros vieron con claridad, porque todo desde que ha subido en el anden de la estación, desde que ha ingresado a este compartimiento del vehiculo subterráneo no ha sido para su visión sino el encuadre alucinado y caótico de un director de pesadillas, rostros y cuerpos funambulescos de aquí para allá , arracimados en pos de un viaje absurdo y sin destino, entes nómades descomponiéndose antes de resolver su figura por completo en el interior de Eros. Mira al chico con extremada concentración. Es la última vez que verá un rostro humano- piensa-, una nariz , una boca, la suavidad de la piel, dientes, pelo, ojos. Siente los filamentos del fin flamear en sus entrañas, el convulsionado paso de la Vieja Cosechera aproximarse con música afiebrada pero a su vez redentora dentro de su cuerpo. El chico llora. Ya no puede soportar la carga de intensidad que se desprenden de los ojos del viejo Eros y que se van a depositar irresistiblemente pesados en los suyos, no solo de sus ojos sino que apenas estos son los ventanales donde se vacía una vida, una vida transida y cruda, una existencia atravesada con el fuego innominable de las decepciones y los avatares complejos. Como si sus propias dudas, volviéndose fuerza decidida lo hubieran liberado con fuerza del regazo de su madre, el chico se arroja eyectado con la descomunal fuerza de una intensidad desconocida a los brazos de Eros, sin miedo trepa con sus zapatillitas por las rodillas inservibles del viejo y toma con fuerza su cabeza la envuelve con un abrazo interminable. Desde su pequeño corazón, un organo rojo que no debe pesar más de doscientos gramos Eros puede sentir el eco apasionado de una vieja y conocida multitud, música de gargantas tensas, adagio de arenga popular con toda la voluntad de precipitar el futuro y volcarlo como un tanque de combustible en llamas sobre las ruinas del presente.
Eros decide salir de ese vagón, llegar a un lugar vacío donde no haya testigos de su suerte. Casi sin fuerzas, con los dedos ateridos y contusos, oprime el botón de su silla y se desplaza por la senda libre de los discapacitados hasta llegar a la puerta. Es el último tramo del subte, un enorme ojo de buey sella el fondo del vehiculo que raudamente y dando un leve barquinazo, parece que ha acelerado más, puede divisar los rieles brillar en la oscuridad, cuatro listones de metal macizo por donde corre sin destino, una pista con fondo de pequeñas piedras verdes, por la que es acarreado sin más proposito que demorar lo inevitable, sus ojos se pierden en ese horizonte corto, en esa cueva oscura donde solo perviven filas angostas de luces amarillas a los costados de la paredes. Recien ahora, como ejerciendo un balance de los últimos actos se pregunta que lo ha guiado a sumergirse en el interior del vientre de este resbaloso anélido de metal, que extraño concepto de la fuga lo ha inducido a salir del Sainte Claire y recorrer semioculto, -camuflandose como le fue posible entre la poca gente que ha esa hora transitaba por ahí- las tres cuadras por la avenida Cortázar hasta llegar y descender por la boca del subterraneo, enterrarse bajo los suelos de la ciudad y como un loco sin esperanza alguna de seguir respirando en este mundo, lanzarse a recorrer sin una meta precisa, que no sea la descarga de una tormenta nuclear que se a apoderado de todo su cuerpo una y otra vez todas la estaciones de la línea. Pero esto en realidad poco importa, no puede reparar en estas nimiedades, en estas vagas consecuencias de un cuerpo y una mente agitados, aturdidos imposibles de hacer pie en el centro de un pensamiento razonable, solo algo le recuerda a ese ómnibus de cincuenta años atrás recorriendo por días y días un circuito interminable de avenidas, pero sabe que no es más que eso una mera y arbitraria conjunción memorial de su trastocada mente.
Un hombre relativamente común, sin ninguna seña particular que lo distinga del resto de los pasajeros, sin ninguna seña de enfermero de almas ni mucho menos, tal vez conmovido solamente por el aspecto de Eros, por dar la impresión de un anciano en problemas que equis circunstancias recientes lo han transformado en pordiosero, no tanto por el aspecto de su ropa, sino más que nada por el abandono en el que se ha dejado llevar desde la madrugada y que con asombrosa plasticidad se ha ido incorporando a su imagen. Es el primer adulto que ha reparado en él, desde que ingreso al subte. Le pregunta si se siente bien, si necesita algo. Eros lo mira para comprobar que no es el policía inminente que de alguna manera esta desde hace unas horas está esperando, aguardando que le toquen el hombro que identifiquen su rostro y que procedan a colocarle las esposas, y que una vez llegados a la dependencia policial y sentado en un despacho o tal vez ya entre rejas le preguntarán que tiene que ver con la muerte de Adolfo. Policías, policías, policías que lo deben estar buscando y que sin lugar a dudas no tardaran mucho en encontrarlo y que a Eros tan poco le importan a no ser por como dijimos el aprieto en que se va a ver envuelto en el momento de confesar, como si fuera un escritor que no sabe como comenzar un cuento que ya tiene armado en su cabeza.
contesta Eros. Solo un cigarrillo pide. El hombre aunque sabedor de la prohibición de fumar en estos vehículos le concede el deseo y le estira uno que el mismo ha encendido. Eros sorbe el humo con lentitud, sus ojos cada vez mas rojos siguen fijos en el ojo de buey, todavía tienen la potencia necesaria para atravesar el grueso vidrio y encontrase en ese paisaje de piedra y cemento, en ese túnel oscuro que le servirá de cauce para que su memoria desguace en lo que dure este viaje o mejor dicho en lo que dure su vida puesto que, para el mismo no caben demasiadas dudas, saldrá muerto de ese subterráneo.
Al parecer el hombre que le ha convidado el cigarrillo ya ha cumplido su papel en esta escena. En la primera estación donde el subte se ha vuelto a detener, ha descendido sin apenas mirar a Eros que ahora si, en una soledad total, encajonado en ese ultimo rincón del vagón, invisible casi para el resto del pasaje, montada su silla en el sobre fuelle del piso, parece querer fundirse con el vértigo negro que va quedando atrás en el veloz paso de la máquina, con ese vacío cinético en el cual si pudiera, abrelatas gigante mediante- así lo piensa, así de desmesurado y absurdo es su dolor- que desmontara este culo de vagón con forma de ojo de buey, despedazarse bajo el furor de fuerzas centrifugas y centripetas, que irian tironeando de sus miembros hasta arrancarle cada uno de ellos. Dispersos, anónimos, mera carnadura, excenta de toda metafísica y de toda pavada celestial en avalancha, que no sea la de la charra cirugía, insensible y vulgar , del carnicero.
Súbitamente, como si un grupo de monos ligeros recorrería una liana en forma ascendente, -y presa del capricho retroactivo de las emociones, que esta vez se desprende de su mente espontánea y voluptuosa , desembarazándose del encapsulado de temor y de aprehensión que la cubrió en las últimas horas y que, bien estudiado, no proviene de un recuerdo inmediato de un vistazo atrás conciente y concreto que Eros ha realizado, pero que a su vez y esto es innegable, tiene su raíz y su pathos, su ascendencia y su origen en los recodos mas intestinos del pasado- sube desde sus testículos incendiando sus entrañas, corona su corazón de luces y limpia su cerebro, una sensación de triunfo, fervorosa y absoluta lo envuelve por completo, como no lo ha hecho en el patio del Sainte Claire después de ajusticiar a Adolfo, donde, una parte de el, solo recibió el zumbido protocolar y burocrático de la notificación de que su misión estaba concluida, tal vez inhibido por el cadáver colgante de su amigo , inconcebiblemente el objetivo de su impostergable propósito. Su viejo cuerpo parece transmutarse en pieles del ayer, su espectro actual, su caduco envase espiritual parece llenarse con los brios y inmarcesible voluntad de sus veinte años, como un aleph militante siente todo tan rápido que no es capaz de retener cada una de las sensaciones, solo se deja llevar por el inmenso turbión revitalizador siente su piel erizarse, cubrirse de una temperatura ajena tanto al frío como al calor, que lo ensanchan de victoria en ese rincón oscuro donde esta sentado, tiene ganas de pararse, siente que sus piernas se vuelven a irrigar de vida, quiere saltar y estrecharse contra los salientes del techo colgarse como un gato y derrochar toda esa fuerza que se convoca ahora en su vieja y alicaída musculatura. Con desesperación busca reconocer su rostro en el grueso vidrio del ojo de buey , mueve su cuello buscando las zonas donde el vidrio oscurecido desde atrás se convierte en espejo, en realidad tiene miedo de ver su rostro juvenil, de encontrar en ese muchacho de veintitantos años al enemigo que de alguna forma a decidido darle muerte a su amigo Adolfo siente temor de darse cuenta que ya no es él, el viejo Eros candidato claro a la muerte antes, sino el joven Eros , el de mentón lampiño pero carretillas de aspecto duro y adulto , el laborioso soldado de la revolución al que los gestos juveniles se le han vuelto adustas señales que buscan conjurar el peligro, el joven combatiente que ha decidido en una noche fria e impredecible de julio y tras terminar de leer Los Tres Mosqueteros - recuerda el momento exacto donde deposita el grueso volumen amarillo sobre la mesa de luz, bocabajo, con la visión del catálogo de la colección Robin Hood ordenado en tres columnas- y algo en su interior fogoso dictamina, con la contundencia, irrevocabilidad y ecos de apoteosis literaria o cinematográfica que tienen todos los instantes bisagra de la vida, que es ya un soldado de la revolución-.
Los ojos en ese espacio del vidrio donde el espejo se hace más claro: fijos, buscan.
El impúdico mascarón de proa de la vejez. Colgajos de facciones como fondo borroso ve, no el rostro juvenil que no esperaba se le asiente pero que presentía como una añadidura virtual y aleatoria sino la claridad en sus ojos, el tenue marrón que perdió hace tiempo bajo la capota roja de ese derrame que para los innumerables oftalmólogos consultados es una patología irreversible y desconocida.
Ganas de gritar. A lo Munch o a lo Maradona contra Grecia. Mudo ensordece de su propio ruido.
La boca abierta en circulo ,los labios resecos. Beso crónico en una línea del tiempo de hoja cuadriculada.
Que al menos ese túnel que se abre en forma refractaria a cada paso del subte sea testigo de la exaltación, de ese resurgimiento de la vida que los pragmáticos, contribuyendo al conservador enmadejamiento del mundo y no a la extensibilidad del lazo libre del entendimiento calificarían, aburridos y sin imaginación como la última mejoría, del pobre viejo, antes de la muerte y que en el caso de Eros, esto que le esta sucediendo es una experiencia, diríamos intransferible a códigos razonables pero que cualquier lector de poesía, digamos acólitos al romanticismo nomás, como tipos, como exponentes sencillos de quienes pueden erigirse como medianos clarividentes de esa zona inacabada, infinita y oscuramente prometedora de nuestro ser, sabrían entender, lo leerían complacidos en las letras difusas del palimpsesto que conforman esos ojos que han abandonado la capota roja y que brillan en un agudo resplandor caoba.




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